viernes, 8 de marzo de 2019

"Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre"


Reflexión domingo 7 de octubre 2018
“Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre”
Mc. 10, 2-16

“Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”. Con esas palabras de Jesús, el ministro que preside la celebración de un matrimonio refrenda el consentimiento que se han dado el esposo y la esposa, por el que se han recibido mutuamente y cada uno ha prometido al otro serle fiel, en lo favorable y en lo adverso, con salud o enfermedad, y así, amarlo y respetarlo todos los días de su vida.

Cada vez son menos las parejas que hacen esa promesa y escuchan las palabras de Jesús, aunque, por cierto, algunas siguen haciéndolo. Y muy seriamente. Pero es verdad que hay menos casamientos, no sólo en la Iglesia sino también en el registro civil. Muchas parejas simplemente conviven, a veces llegando a formar una familia estable. Otras personas van pasando por diferentes relaciones sin encontrar para sí mismos ni para sus hijos esa estabilidad.

¿Qué sucedía en tiempos de Jesús? Algo nos cuenta el evangelio de este domingo:

Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión:
«¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?»
Él les respondió: «¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?»
Ellos dijeron: «Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella».
En tiempos de Jesús, la mujer estaba totalmente sometida al varón. El marido podía repudiar a su mujer en cualquier momento, abandonándola. De acuerdo a la tradición judía, ese derecho se fundaba en la Ley de Dios. Los grandes maestros discutían sobre el motivo que podía justificar ese repudio. La escuela del rabino Shammai decía que eso sólo podía ser por causa de adulterio. En cambio, para el rabino Hillel, bastaba que ella hiciera algo que no agradara a su esposo. En cualquier caso, el hombre debía dar a la mujer un certificado de divorcio; pero ella quedaba en una situación difícil, como la de una viuda: no siempre sus padres estaban en condiciones de recibirla, ni encontraba fácilmente la posibilidad de una nueva unión. Si el esposo no le daba el certificado, ella no quedaba libre y si se unía a otro hombre incurrían ambos en adulterio. Era conocida por todos la situación del rey Herodes, a quien Juan Bautista reprochaba: «No te es lícito tener la mujer de tu hermano» (Mc 6,18). Este reproche le costó a Juan la vida. Por eso, la pregunta que le hacen a Jesús huele también a trampa…

Pero ¿Qué dice Jesús? 

«Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes.
Pero desde el principio de la creación, "Dios los hizo varón y mujer". "Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino una sola carne". De manera que ya no son dos, "sino una sola carne". Que el hombre no separe lo que Dios ha unido».

Jesús no entra en las discusiones de los rabinos. En todo momento, Él invita a buscar cuál ha sido y cuál es la voluntad del Padre, el proyecto de Dios, que está por encima de leyes y normas humanas. Esta ley se había impuesto en el pueblo judío por “la dureza del corazón” de los hombres que se relacionaban con sus mujeres desde una posición de dominio.

Jesús recuerda que Dios los ha creado varón y mujer: los dos tienen la misma dignidad de creaturas. Ninguno tiene poder sobre el otro. Entre varones y mujeres no debe haber dominación por parte de nadie.

Aquella sociedad había conocido también la poligamia. Jesús habla de “dos”: un solo hombre y una sola mujer, que se hacen uno, una sola carne, un solo ser, complementándose, completándose en el amor. De esa unión nacen los hijos, fruto del amor de sus padres, que asumen así una nueva responsabilidad: cuidar el bienestar y el crecimiento físico, mental y espiritual de los que ellos han llamado a la vida.

La unión de los esposos es para Jesús la suprema expresión del amor humano. En toda la Biblia se compara el amor de Dios por su pueblo con el amor del esposo por la esposa. Es Dios mismo que atrae al hombre y a la mujer a vivir unidos por un amor libre y gratuito, al que Dios pone su sello: “lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”.

A partir de estas palabras de Jesús, la Iglesia ha contado como uno de los sacramentos al matrimonio, y ve en el amor de la pareja un signo del amor “con que Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella”.

Casarse por la Iglesia, “casarse en el Señor”, como decían los primeros cristianos, es una decisión libre, al punto de que un “sí” que no se da en plena libertad hace que el sacramento sea nulo. Como tantas cosas importantes de la vida, la celebración del matrimonio se rodea muchas veces de un gran decorado, vestimenta especial, una gran fiesta… sin embargo, nada de eso es esencial. Lo que cuenta realmente es el amor de un hombre y una mujer que asumen desde su libertad el compromiso indisoluble de ser mutuamente fieles, amarse y respetarse en las buenas y en las malas, a lo largo de toda la vida.

Para muchos, esto parece una carga pesada. Jesús, sin embargo, hablando de su ley, dice «Mi yugo es suave y mi carga liviana» (Mt 11,30). A través del Sacramento del matrimonio, Jesús entrega la Gracia que permite a los esposos amarse de manera exclusiva, fiel, indisoluble y fecunda y velar por el bien de sus hijos.

 En su exhortación Amoris Laetitia el Papa Francisco comenta cada una de las características del amor que aparecen allí: la paciencia, el servicio, el perdón, la alegría, el desprendimiento, la esperanza… Les invito a buscar y meditar esas páginas. Vale la pena.
 Paz  y  bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana



miércoles, 6 de marzo de 2019

El círculo y la cruz...


Reflexión domingo 30 septiembre 2018
El círculo y la cruz
Marcos 9, 38-48

¿Qué es una secta? En los medios de comunicación esa palabra aparece asociada a una organización religiosa o semi-religiosa en la cual sus integrantes son controlados completamente por un líder o una estructura. Los miembros de esos grupos suelen ser manipulados y aislados de sus familias y amistades, inducidos a dejar su trabajo y a vender sus propiedades y llevados a cortar contacto con el resto del mundo. En ambientes cristianos, una secta es cualquier grupo que se desvíe de las doctrinas fundamentales del cristianismo como la Santísima Trinidad o la encarnación del Hijo de Dios, por ejemplo. En el campo político también se habla de sectarismo, cuando un grupo se cierra sobre sí mismo y corta el diálogo con otros dentro de su mismo partido…
Aunque se entienda de diferentes maneras, hay algo más o menos común que es una pretensión de exclusividad, como si se dijera “nosotros somos los únicos que estamos en la verdad, todos los demás están completamente equivocados”. De ahí se pasa a la exclusión de los otros, porque “no son de los nuestros”.

En el Evangelio de este domingo escuchamos:
Juan le dijo: "Maestro, hemos visto a uno que hacía uso de tu nombre para expulsar demonios, y hemos tratado de impedírselo porque no anda con nosotros". Jesús contestó: "No se lo prohíban, ya que nadie puede hacer un milagro en mi nombre y luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está con nosotros". "Y si cualquiera que les dé de beber un vaso de agua porque son de Cristo, yo les aseguro que no quedará sin recompensa". "El que haga caer a uno de estos pequeños que creen en mí, sería mejor para él que le ataran al cuello una gran piedra de moler y lo echaran al mar. Si tu mano te está haciendo caer, córtatela; pues es mejor para ti entrar con una sola mano en la vida, que ir con las dos al infierno, al fuego que no se apaga, pues es mejor para ti entrar cojo en la vida que ser arrojado con los dos pies al infierno, pues es mejor para ti entrar con un solo ojo en el Reino de Dios que ser arrojado con los dos al infierno, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga. 

 Entonces escuchamos a los discípulos de Jesús decir: “no es de los nuestros”. ¿Qué significa eso realmente? ¿Cómo reaccionó Jesús ante esa expresión excluyente de parte de sus discípulos? Nos lo cuenta San Marcos:

Juan dijo a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros».
Pero Jesús les dijo: «No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí. Y el que no está contra nosotros, está con nosotros.
“No es de los nuestros” se traduce mejor como “no nos sigue a nosotros”.
Leído así, esas palabras hacen aún más ruido. Jesús llama a seguirlo a Él. Los discípulos son seguidores de Jesús. Quienes se agregan al grupo, se unen como discípulos de Jesús.

Esas expresiones: “nosotros”, “los nuestros” insinúan una actitud sectaria de los discípulos, que Jesús corrige. Los discípulos quieren cerrar un círculo alrededor de Jesús. Jesús, en cambio, que toca al leproso (1:41) que come con publicanos y pecadores (2:15-16) que recibe a los pequeños (9:36) abre el círculo. “Nadie puede hacer un milagro en mi nombre y luego hablar mal de mí”. Aquel hombre hizo el milagro en nombre de Jesús: no usó el nombre de Jesús en vano, sino para hacer el bien. No puede estar contra Jesús. De alguna forma sigue a Jesús, cree en Él.

El Concilio Vaticano II nos enseña que, “por su encarnación el Hijo de Dios se ha unido, en cierta forma a todo hombre”, a toda persona humana. Jesús vino para todos. Al mismo tiempo, creando su grupo de discípulos, Jesús puso los cimientos de la Iglesia, con Pedro como “roca”.

Pero… la Iglesia ¿no se cierra en sus miembros? ¿No forma un círculo, aunque sea grande?
La enseñanza del Concilio también dice:
Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que simboliza y promueve paz universal, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general, por la gracia de Dios llamados a la salvación. (LG 13)

Entonces… Somos miembros de la Iglesia los fieles católicos, que, como decía un biógrafo de san Juan Pablo II, “somos como los helados: venimos en diferentes sabores”. Esa diversidad dentro de la Iglesia, que es su gran riqueza, también nos llama a prevenirnos de actitudes sectarias internas. No debo discriminar a alguien porque no pertenezca al mismo grupo o movimiento al que pertenezco yo; lo que importa es que siga a Jesús y trate de vivir según el Evangelio, buscando siempre la unidad en el mismo Jesús, la común-unión en Él.

¿Qué pasa más allá de los fieles católicos, qué pasa con otros cristianos?
La Iglesia -sigue diciendo el Concilio- se reconoce unida por muchas razones con quienes, estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, más allá de las diferencias en algunos aspectos de la fe o el reconocimiento o no del sucesor de Pedro (LG 15).

Pero todavía el campo se abre más, porque el Concilio dice que quienes todavía no recibieron el Evangelio, se ordenan al Pueblo de Dios de diversas maneras:

En primer lugar, el pueblo judío, el pueblo de Israel, con el que Dios selló la primera alianza y en el que entró el Hijo de Dios por su encarnación.

También los que reconocen al Creador, entre los cuales están los musulmanes, que confiesan su adhesión a la fe de Abraham y adoran con nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día final.

Dios tampoco está lejos de las personas que buscan “en sombras e imágenes al Dios desconocido, puesto que todos reciben de Él la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Hch 17,25-28)”.

Finalmente, de un modo que ignoramos, la gracia de Dios actúa también sobre aquellos que, sin conocer a Dios, escuchan la voz de su conciencia y se esfuerzan en llevar una vida recta: hombres y mujeres de buena voluntad.

Tal como escribe San Pablo a Timoteo, es voluntad de Dios “que todos los hombres se salven” (cf. 1 Tm 2,4). Por eso, Dios no cierra al hombre ningún camino. Como decía el poeta León Felipe: “Para cada hombre guarda un rayo nuevo de luz el sol... y un camino virgen Dios.”

Gilbert Chesterton, el pensador inglés, fue un hombre que de alguna manera recorrió esos caminos… primero como un no creyente pero buscador de la verdad, luego encontrando la fe con su esposa anglicana, para finalmente adherirse, con razón y corazón, a la Iglesia Católica. Chesterton compara los símbolos del círculo y la cruz. El círculo, cerrado sobre sí mismo, no puede cambiar de forma ni de tamaño sin romperse; la cruz, en cambio, puede prolongar sus dos trazos hasta el infinito, sin dejar de ser la cruz, originalmente un signo de muerte del que sin embargo brota vida eterna. La cruz representa a Cristo, camino, verdad y vida, que sigue abriendo allí sus brazos, ofreciendo a todos los hombres el encuentro con el Dios de amor y salvación.
Paz  y  bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana



lunes, 14 de enero de 2019

"El que recibe a uno de estos pequeños...a mí me recibe"



Reflexión domingo 23 de septiembre 2018
“El que recibe a uno de estos pequeños…a mí me recibe”
(Marcos 9,30-37)

Hnos. el Evangelio que escuchamos este domingo, precisamente, pone al niño en el centro.

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: "El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará." Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: "¿De qué discutíais por el camino?" Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos." Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: "El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado."

Dios hace justicia al huérfano y a la viuda, y muestra su amor al extranjero dándole pan y vestido. (Deuteronomio 10:18)
Se mostraba así una particular atención de Dios a los más débiles; pero Jesús va más lejos, al decir que quien recibe a uno de esos pequeños, lo recibe a Él mismo.

Pero volvamos a las palabras de Jesús… Él no solo nos invita a recibir a los pequeños y a cuidar de ellos, sino que agrega otra dimensión, una dimensión sagrada: quien recibe a los pequeños lo recibe a Él, y quien lo recibe a Él, recibe al Padre. Esto significa que todo lo que toca a nuestra relación con los niños, toca a Dios. El niño es sagrado. Los pequeños se hacen prioridad; los más débiles se hacen lugar privilegiado de la presencia de Dios.

Si lo entendemos así, ¿cómo vemos los horrores por los que pasan muchos niños de hoy, despreciados, explotados, en situación de calle, convertidos en niños-soldado… o en víctimas del abuso sexual, a veces dentro de su propia familia? O cometidos “por personas consagradas, clérigos e incluso por todos aquellos que tenían la misión de velar y cuidar a los más vulnerables”, como lo recordaba hace poco el Papa Francisco, en una carta dirigida a todo el Pueblo de Dios en la que exhorta a pedir perdón por los pecados propios y aún ajenos, y a continuar los esfuerzos y trabajos para garantizar la seguridad y protejer la integridad de niños y de adultos vulnerables de cualquier forma de abuso.

Pero las palabras de Jesús, invitándonos a recibir a cada niño como presencia de Dios, llegan, paradojalmente, a continuación de una discusión entre adultos. Los discípulos, en el camino, 

“… habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”.
Tomando a un niño y colocándolo en medio de ellos, Jesús cambia el foco de la discusión y los puntos de referencia de la vida. No son los adultos, deseosos de poder y grandeza los que están en el centro, sino el niño en su humildad y en su necesidad. Recibiendo a ese pequeño se recibe al mismo Jesús que acaba de anunciar que va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán. Sirviendo a los más pequeños, nos hacemos servidores de Jesús y como Él tomamos el último puesto, haciéndonos servidores de todos.

Tal vez convenga aquí decir que poner al niño en el centro no significa transformarlo en “su majestad el bebé”, como un pequeño monarca absoluto, a cuyos caprichos todos obedecen. El niño está para ser amado, pero también está llamado a aprender a amar. Necesita recibir mucho de los demás, pero también aprender a dar. Debe ser cuidado con cariño por otros, pero debe también aprender a cuidar de los demás. En su momento conocerá sus derechos, pero también tiene que conocer sus propios deberes, empezando por el respeto de los derechos de los demás. El amor verdadero no es el amor complaciente, sino el amor exigente, el que hace salir lo mejor de nosotros mismos. Ése es el amor de Jesús, el amor con que nos llama a amarnos unos a
otros, como Él mismo nos ha amado.
 Paz  y  bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana