domingo, 27 de diciembre de 2015

la familia es un sacramento...

Reflexión domingo 27 de diciembre 2015
La familia es un sacramento…
Lc 2, 41-52
El texto puede tener un fundamento histórico pues los judíos piadosos solían subir al Templo anualmente y los niños les acompañaban al cumplir los doce años. Las caravanas se ordenaban más o menos por familias o por tribus, por lo que no es extraño que sus padres no lo echaran de menos hasta el final del primer día de camino, en la primera acampada.
El resto puede ser más bien la interpretación de Lucas, para subrayar la condición de Jesús, Hijo del Padre, que visita "su casa", aunque desgraciadamente, esa casa, o mejor, sus gobernantes, serán la causa de su muerte. Señalemos "Jesús iba creciendo en saber, en madurez y en favor ante Dios y los hombres"
La familia de Dios. No me estoy refiriendo a los de Nazaret, sino a nosotros, la humanidad. Sobre la familia de Nazaret apenas sabemos nada más que el disgusto del Templo de Jerusalén que leemos hoy. La imaginamos como familia modelo, sin más. Pero de la familia humana sí sabemos mucho: es el sueño de Dios, la finalidad última de la Creación, el Proyecto de Jesús, lo que Jesús llamaba "El Reino".
Y es que una familia biológica (abuelos, padres, hijos...) puede existir y no ser una familia. Lo mismo pasa en la humanidad, que puede no ser una familia sino una perpetua guerra. La familia no es una relación biológica, es una relación de respeto, de amor, de comprensión.
Y cuando esto sucede, la familia es un sacramento, una imagen viva y activa de Dios mismo y de la humanidad soñada por él. Padres que se siguen queriendo después de años de matrimonio, hijos que se sienten queridos por sus padres... difícilmente encontraremos mejor imagen de Dios y de la humanidad.
Y es que lo que cuenta es el Espíritu. Resulta estremecedor aquel pasaje de Lucas:
Una mujer de entre la multitud alzó la voz y le dijo: - ¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron! Pero él repuso: - Mejor: ¡dichosos los que escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen!
Para Jesús, ni su madre es más importante que hacer las cosas al estilo de Dios. En nuestros días asistimos a un enorme interés de la Iglesia por la familia, y está muy bien. Pero con una condición básica: que los padres escuchen el mensaje de Dios y lo pongan en práctica.
Lo que solemos llamar "la transmisión de la Fe" no se produce por sermones ni catequesis, sino con una vida de amor y respeto, con una vida al estilo de Jesús.
Los padres tienen una maravillosa misión, que no es dejarles a sus hijos una posición económica desahogada, ni siquiera una formación académica: la esencia de su misión es presentarles a Jesús como alguien atractivo, convincente, fascinante y eso sólo se consigue viviendo al estilo de Jesús.
La contemplación de la infancia de Jesús, de su crecimiento, de su vida en familia. Este nivel es legítimo. Hay muy pocos datos en los evangelistas a partir del nacimiento y la adoración de los magos. Solamente se menciona el episodio de la huida a Egipto, la pérdida del Niño en el Templo, y un breve comentario sobre cómo el Niño crecía junto a sus padres. Nada más.
Nuestra imaginación pone el resto, intentando adivinar sucesos de aquellos treinta años que hemos llamado "la vida oculta", con el peligro evidente de proyectar sobre ellos nuestras costumbres y creencias sin demasiada verdad. Pero es un tema espléndido de contemplación, y la devoción del pueblo cristiano se ha fijado insistentemente en estas escenas.
La vida de Jesús en aquella familia se extiende a todas las familias. La familia queda bendecida, la Sagrada Familia se pone como ejemplo de todas las familias, y se le suponen, sin duda con toda razón, todas las virtudes que desearíamos que reinasen en nuestras familias.
Tomar aquella familia y toda familia como modelo, imagen y manifestación de todo un modo de vida, de relación entre los hombres y de relación con Dios. Es éste un símbolo perfecto, introducido por el mismo Jesús cuando nos enseñó a llamar a Dios "Abbá", con lo cual "ya no somos esclavos sino hijos, y si hijos, también herederos".
Jesús hablaba de Dios con las imágenes que sacaba de la vida diaria: el pastor, la puerta, el agua, la luz.... Me gusta pensar que Jesús habló de Dios como "Padre", porque nunca vio en la tierra cosa más maravillosa que José y María, porque el recuerdo de su vida en Nazaret lo marcó para siempre.
Desde este símbolo se entiende muy bien la nueva relación con Dios y con la Ley que Jesús inaugura. "Abbá" es el papá del niño pequeño, para quien su papá lo es todo, le inspira absoluta admiración, dependencia y confianza. De "Abbá" se puede esperar todo, toda la grandeza, solución para todo, todo el cariño. Sentirse pequeño y querido, relacionado con Dios por un cariño más que racional, que brota de la sangre, de lo íntimo del ser.
Y siendo todos así, hijos, se sienten hermanos, con ése vínculo inexpresable que supera también lo racional. No se quieren los hermanos por sus cualidades, ni porque se aprecien, ni porque se necesiten... sino, por encima de todo, porque son hermanos, y se sienten así. Por muy mal que nos hayamos comportado, podemos volver siempre a un hermano, y no digamos al padre (y más aún a la madre), sabiendo que estará incondicionalmente con nosotros, para lo que haga falta.
¿Dónde acaban las obligaciones de cada miembro de la familia? ¿Qué Ley las regula? ¿Hasta dónde debe servir la madre a los hijos? ¿Cuánto debe preocuparse el padre por su hijo? ¿Hasta dónde atenderá un buen hijo a su padre necesitado?
Éste es sin duda un estupendo modo de entender por qué Jesús nos libra hasta de la Ley: porque donde hay amor, la Ley se queda siempre muy corta. Cuando hay amor, la única ley es la necesidad del otro, incluso el gusto y hasta el capricho del otro. A eso se responde, y no importa lo que cueste. Vivir en ese clima es sacrificarse sin darle importancia, querer siempre hacer más, estar deseando poder dar más...
Y en este contexto se entienden bien todos los mandamientos, superados por Jesús. ¿Cómo vamos a hablar de no matar, de no robar... en la familia?
Esta es una singularidad absolutamente original de Jesús. Ninguna religión, ningún pensador, nadie ha pensado nunca en comparar a Dios con "mamá", tal como lo puede decir un niño pequeño. Todos los hombres de bien aspiran a un mundo en que reine la justicia. Jesús sabe que esto ni basta ni es posible: la justicia premia y castiga, pero no cura, y no puede perdonar.
Todos somos hermanos con faltas que sobrevivimos solamente porque los demás nos quieren, porque Dios nos quiere. Una vez más, y como siempre, Jesús sabe de Dios y del hombre mucho más que todas las filosofías.
Hay todavía un nivel de reflexión/contemplación, que debe estar presente en todas nuestras consideraciones sobre la Navidad. La fe en Jesús verdadero hombre. No vamos a extendernos en él, pues ha sido tema recurrente de muchos de nuestros comentarios.
Pero es importante "ver" que Jesús crece, madura, aprende, recibe de sus padres lo que no tiene. Imaginar a Jesús, como hacen algunos de los Apócrifos, haciendo pajaritos de barro que luego echan a volar, o cosas aún peores, es la exageración de una cristología meramente descendente que nos lleva a negar la humanidad de Jesús. Si algo es importante en nuestras contemplaciones de Jesús en el vientre de María, en el portal de Belén, salvado por José de Herodes, creciendo y aprendiendo en Nazaret, es, precisamente, la constatación de la humanidad.
Posiblemente para los creyentes de hoy sea ésta una asignatura pendiente. Hay que creer en ese hombre. Si nuestra fe no sigue ese camino (conocer-entusiasmarse-cuestionarse-creer) mucho me temo que estemos construyendo un Jesús a nuestra imagen y semejanza. Hay que creer en Dios tal como se manifiesta, no tal como nuestras construcciones mentales intentan representarlo. Y Dios se manifiesta en Jesús, un hombre.
Paz y bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón

Fraternidad Eclesial Franciscana

miércoles, 23 de diciembre de 2015

La fiesta del compromiso de Dios

Reflexión 24 de diciembre 2015
La fiesta del compromiso de Dios
Lucas 2, 01-14
 En esta noche buena…Lucas nos muestra aquí un ejemplo perfecto del género literario "Evangelio". Esto consiste en "contar lo que sucedió, aunque los ojos no lo vieron". Lo que vieron los ojos fue un nacimiento en condiciones materiales penosas. Lucas sabe más, y sabe que sucedió más: sabe quién es el niño que nace; nace el salvador, la gran alegría para todo el pueblo.
No podemos leer estos textos como si fueran simplemente relatos de lo que sucedió. En todos estos textos de la infancia de Jesús, la historia tiene menos importancia que el significado de lo que está sucediendo. Y el significado es estremecedor: para ver a Dios, mirad a ese niño.
Nuestra fe es no conformarse con esto. Y no nos conformamos porque nos fiamos de ese niño que vemos hoy nacer. Somos más, hay más destino, hay otro modo de vivir, Dios está ahí presente y habla y trabaja... La Noche de Nochebuena se convirtió en día para los pastores porque apareció La Gloria del Señor. Es todo un símbolo: la oscuridad de la vida humana se convierte en día por la presencia de Jesús.
Nuestra fe suele ser también un alarde del conocimiento de Dios, el Uno y Trino, el Todopoderoso, el Creador, el Infinito, el Providente... Todo esto fue quizá válido hasta que Dios se dejó ver. Y fue una desilusión: ¡tenía que haber nacido en el palacio de Herodes o mejor en el del César de Roma o quizá ser hijo del Sumo sacerdote y nacer milagrosamente destellando resplandores! ¡Así nadie tendría dudas y el mundo entero se postraría ante la divinidad manifestada en gloria! Pero no fue así.
Los judíos pedían señales, y la señal es un niño pobre nacido en un establo, inmovilizado en pañales. Los griegos buscan sabiduría: y la sabiduría de ese niño sólo serán sus parábolas, de las que se puede sacar tan poca filosofía ni teología que la misma Iglesia las ha olvidado para buscar sabiduría en otras fuentes.
Hemos convertido la Navidad en una fiesta de ternura infantil y familias, y en fuente de una asombrosa teología de la Encarnación que nos ha llevado hasta prácticamente negar que ese niño es un ser humano verdadero. Con eso hemos trivializado la Palabra.
Es la fiesta del compromiso de Dios con nosotros contra nuestras tinieblas. No debemos ceder a la simple ternura. Debemos subir a la contemplación, al género "evangelio", ver lo que sucede de verdad, aunque los ojos no se enteren de casi nada. Y debemos aprender qué es Dios solamente mirando a ese niño.
Dios está aquí, aunque los ojos no se enteran. Dios está con nosotros, aunque nos parece que estamos tirados. Dios es así, aunque la mente se escandalice. Los ojos no ven a Emmanuel ni a Dios Libertador. Navidad es para ver con los otros ojos, los del Espíritu, abiertos por Jesús.
Ha aparecido la gracia de Dios, para que la vida sea diferente, porque la vida es diferente. Los evangelios empiezan verdaderamente cuando Jesús empieza a proclamar: "Convertíos, que ya está aquí el Reino de Dios". A la luz de esas palabras tenemos que mirar al Niño. "Convertíos", tienen que dar la vuelta, cambiar de rumbo, ir a otro sitio, volver la cara a Dios tal como se deja ver.
Y oír, escuchar, atender LA NOTICIA: "El reino de Dios está aquí". Este mundo no es la noche de la injusticia, de la desgracia, de la muerte, de la ausencia de Dios. El Niño revela que este mundo puede ser "EL REINO".
La nochebuena está llena de símbolos, y debemos vivirla así. Es de noche, sólo unos pastores vigilan los rebaños. Belén está llena de bulla de posadas a rebosar. En una cuadra aparte una pareja pobre está en apuros. Pero la noche se ilumina con la Gloria y la palabra del Señor. La recibe la gente sencilla y son capaces de interpretar bien una señal que no es señal de nada: un niño envuelto, como todos, en pañales, y colocado, peor que todos, en un pesebre.
Y todo esto dispara la pregunta afilada, ineludible: ¿dónde está tu Dios? No lo busques como los Magos en el Palacio del Rey, ni en la sagrada Jerusalén. No en el templo, no en el culto, no en el sacerdocio, no en el palacio, no en la sabiduría de los escribas/teólogos. Ni siquiera en su casa, ni en el día. La Nochebuena es un gran un desafío. Esto va a ser para nosotros Jesús. Creer a Dios sin ver nada del otro mundo. ¡Qué señal, un niño pobre en un pesebre! ¡La gloria de Dios que sólo es visible para cuatro pastores miserables!
Navidad es para ver a Dios donde los ojos no lo ven. No es nada fácil ver a Dios en el niño que ha nacido. En realidad sólo lo podemos ver porque sabemos quién será ese niño. No creemos en Jesús porque lo vemos en el pesebre. Creemos en el Niño del pesebre porque ya sabemos quién es.
Es eso lo que nos pasa con la vida. No es fácil, quizá sea imposible, creer en Dios despegando hacia Él desde lo que ven los ojos en este mundo. Vemos tanta injusticia, tanto dolor de inocentes, tanto sin-sentido, que nos resulta áspero ver ahí la mano de Dios. Y es que tiene que ser al revés. Creemos en Dios y después intentamos iluminar la noche de la vida con esa fe.
Por eso, el signo de la Navidad es la luz en la noche, contemplada por los más sencillos. Esta noche no se van a enterar de nada los sabios y teólogos de Israel. Para ellos no ha pasado nada. Esta noche no se va a enterar de nada el Rey Herodes, y cuando se entere se dará cuenta inmediatamente de que ha nacido un peligro mortal para él y procurará destruirlo.
Esta es la noche de creer en los valores enterrados en el corazón de toda la gente, que es donde descubrimos, con sorpresa y con gozo, que verdaderamente el Reino de Dios sí que está en el corazón de todos los hombres. La noche sigue siendo noche, sigue habiendo dolor y vejez y desgracia, nos siguen apeteciendo mil cosas que nos degradan; vivimos en la noche. Pero en la noche hay luz para ver más cosas y más verdaderas. Esa luz es Jesús.
Como San Francisco de Asís esta noche contemplemos al niño Jesús.
AMIGOS FELIZ NAVIDAD QUE DIOS NOS BENDIGA SIEMPRE…
 PAZ Y BIEN
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón

Fraternidad Eclesial Franciscana

viernes, 18 de diciembre de 2015

Confianza sin límites

Reflexión domingo 20 diciembre 2015
Confianza sin límites...
Lucas 1,39-45
El texto que acabamos de leer es exclusivo de Lucas. Todo el conjunto tiene un sentido simbólico; desde la primera palabra significa levantarse, surgir; y que se ha pasado por alto en la traducción oficial. Es el verbo que se emplea para indicar la resurrección. Significa que María resucita a una nueva vida, la del Espíritu, que le lleva a darse a los demás.

La visita de María a su prima simboliza la visita de Dios a Israel. María y Jesús (lo más grande) se digna visitar a lo pequeño. El Emmanuel se manifiesta en el signo más sencillo, una visita. Todo acontece fuera del marco de la religiosidad oficial.

Desde ahora, a Dios lo debemos encontrar en lo cotidiano, donde se desarrolla la vida. Jesús, ya desde el vientre de su madre, empieza su misión, llevar a otros la salvación y la alegría.

Si leemos con atención, descubriremos que todo el relato se convierte en un gran elogio a María. Y es el mismo Espíritu Santo el que provoca esa alabanza: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!” ¿Cuántas veces se habrá repetido esta alabanza a través de los siglos?

“¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?” “Dichosa tú que has creído”. Aquí creer no significa la aceptación de verdades, sino confianza sin límites en un Dios, que siempre quiere lo mejor para el ser humano. A continuación del texto evangélico que hemos leído, María pasa el elogio a Dios con el canto del magníficat.

Lo que intentan estos relatos de la infancia de Jesús, es presentarlo como una persona de carne y hueso, pero extraordinario ya desde antes de nacer. Cuando afirmamos que esos relatos no son históricos no queremos decir que Jesús no fue una figura histórica. El Nuevo Testamento hace siempre referencia a una historia humana concreta, a una experiencia humana única. Sin esa referencia al hombre Jesús, el evangelio carecería de todo fundamento.

Ahora bien, el lenguaje que emplea cada uno de los evangelistas para referirse al mismo Jesús, es muy distinto. Basta comparar los relatos de la infancia de Mateo y Lucas con el prólogo de Juan, para darnos cuenta de la abismal diferencia. Tanto unos como otro, no se puede tomar al pie de la letra; hay que interpretarlos para que nos lleven al verdadero mensaje.

A esa vivencia de Jesús, hacen referencia las palabras de la carta a los Hebreos que acabamos de leer. Jesús no es un extraterrestre, sino un ser humano como nosotros, que supo responder a las expectativas de Dios sobre él.

La clave de la salvación que aporta, está en esa frase: "Aquí estoy para hacer tu voluntad." No se trata de ofrecer a Dios “dones”, del tipo que sea. Se trata de darnos a nosotros mismos. Esa actitud es la caracte­rística de una persona volcada sobre su verdadero ser, proyectada hacia lo divino que hay en él.

Pablo contrapone la encarnación al culto. Dios “no acepta holocaustos ni víctimas expiatorias”. Sólo haciendo su voluntad, damos culto a Dios. En Juan, dice Jesús: “Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre” y "El Hijo no hace nada que no vea hacer al Padre".

Los primeros cristianos no llegaron a la conclusión de que Jesús era Hijo de Dios porque descubrieran la “naturaleza” de Dios y la de Cristo y vieran que coincidían, sino porque descubrieron que Jesús cumplió, en todo, la voluntad de Dios. Hacía presente a Dios en lo que era y lo que hacía.

Para el pensamiento semítico, ser hijo no era principalmente haber sido engendrado sino el reflejar lo que era el padre, cumplir su voluntad, ser imagen del padre. Esa fidelidad al ser del padre era lo que convertía a alguien en verdadero hijo. Descubrir esto en Jesús, les llevó a considerarlo, sin ningún género de duda, Hijo de Dios.

Esa voluntad no la descubrió Jesús porque tuviera hilo directo con Dios, que le iba diciendo lo que debía hacer. Como cualquier mortal, tuvo que ir descubrién­dola a lo largo de su vida, lo que Dios esperaba de él. Siempre atento, no sólo a las intuiciones internas, sino también a los acontecimien­tos y situaciones de la vida, fue adquiriendo ese conocimiento de lo que Dios era para él, y de lo que él era para Dios.

‘La voluntad de Dios’ no es algo añadido a nuestro ser o venido de fuera. Es nuestro ser en cuanto proyecto y posibilidad de alcanzar su plenitud. De ahí que, ser fiel a Dios, es ser fiel a sí mismo.

En todas las épocas, y todos los seres humanos han intentado hacer la voluntad de Dios, pero era siempre con la intención de que el “Poderoso” hiciera después la voluntad del ser humano. Era la actitud del esclavo que hace lo que su dueño le manda, porque es la única manera de sobrevivir.

Es una pena que después del ejemplo que nos dio Jesús, los cristianos sigamos haciendo lo mismo de siempre, intentar comprar la voluntad de Dios a cambio de nuestro servilismo. En esa dirección van casi todas las oraciones, los sacrifi­cios, las promesas, votos, etc. que las personas “religiosas” hacemos a Dios.

Salvación y voluntad de Dios son la misma realidad. Jesús, como ser humano, tuvo que salvarse. Para nuestra manera de entender la encarnación, esta idea resulta desconcertante. Damos por supuesto que Jesús no tenía nada de qué ser salvado. Pero es que falla la idea de salvación que manejamos.

Como consecuencia de nuestro maniqueísmo, creemos que salvarse consiste en librarse de algo negativo (pecado). La salvación de Dios nunca puede consistir en algo negativo (quitar) sino que consiste en alcanzar la plenitud humana que paradójicamente, está más allá de lo simplemente humano.

Todo ser humano comienza su andadura como un proyecto que tiene que ir desarrollándose. Jesús llevó ese proyecto, “querido por Dios”, al límite. Por eso es el Hijo de Hombre, el hombre acabado, el hombre perfecto. Por eso hace presente a Dios, por eso es Hijo.

Jesús, descubriendo las exigencias de su ser y llevándolas a la práctica, desplegó todas las posibili­dades del ser humano y nos ha marcado el camino que nosotros debemos seguir para alcanzar también la misma plenitud.

Pero cada uno debe recorrer su propia senda. Partiendo siempre de nuestra realidad concreta. Nadie puede recorrer el camino por nadie. Nadie puede tomar el camino de otro como modelo. La meta sí es la misma para todos, pero el punto de salida es siempre distinto para cada uno.

Los demás pueden ayudarme a descubrir mi camino, incluso, pueden decirme que voy por el camino equivocado, pero nunca podrán recorrerlo por mí; nunca podrán hacer lo que tengo que hacer yo, porque la meta de todo el recorrido es el centro de mi propio ser.

El relato evangélico de hoy, nos quiere transmitir que María descubre al verdadero Dios dentro de ella misma. Ese descubrimiento le impulsa al servicio, “fue a toda prisa a la montaña”.

Todo el mensaje del evangelio de Lucas está condensado en este sencillo relato. La escena nos está diciendo que la verdadera salvación siempre repercutirá en beneficio de los demás; si alguien la descubre, inmediatamente la comunicará. La salvación no puede quedar encerrada en uno mismo; si es verdadera, la llevaremos a donde quiera que vayamos, aún sin proponérnos­lo.

La visita comunica alegría (el Espíritu), también a la criatura que Isabel llevaba en su vientre. Una vez más descubrimos el empeño por dejar a Juan por debajo de Jesús. Por dos veces en tan corto espacio nos dice que saltó la criatura en su vientre.

La novedad que se manifiesta en María, no elimina ni desprecia la tradición, sino que lo integra y transforma. El relato está haciendo constantes referencias al Antiguo Testamento.

En ningún orden de la vida, debemos vivir volcados hacia el pasado porque impediríamos el progreso. Pero nunca podremos construir el futuro destruyendo nuestro pasado. El árbol no crece si se cortan las raíces. Lo nuevo, si no integra y perfecciona lo antiguo nunca será auténtico.


Cuando pretendemos una salvación personal, al margen o en contra de los demás, estamos a años luz del evangelio. Eso es lo que hacemos todos, todos los días. Una vez más volvemos a lo mismo. Salvarse no es potenciar nuestro “ego”, sino deshacernos del ego en beneficio de los demás.

La lucha feroz por acumular más bienes materiales sin discernir si, el acaparar sin medida, está privando a otros seres humanos de los medios imprescindibles para su supervivencia, está en la antípoda del mensaje evangélico. María nos está diciendo, que no hay manera de descubrir a Dios sin volcarse en el prójimo.

PAZ  Y BIEN
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón

Fraternidad Eclesial Franciscana

sábado, 12 de diciembre de 2015

Convencimiento vivencial...

Reflexión domingo 13 de diciembre 2015
Convencimiento  vivencial…
Lucas 3,2b-3.10-18
El evangelio continúa con la predicación de Juan Bautista. Hoy  podemos ver mejor las coincidencias y las diferencias con Jesús. La conclusión a la que llegan ambos, es la misma: preocuparse por los demás según la situación de cada uno. La motivación cambia radicalmente.
Según Juan, hay que hacer todo eso para escapar del juicio de Dios. Para Jesús, hay que obrar así porque debemos responder a Dios que es amor y nos trata con total generosidad. Reconocer lo que Dios es para nosotros, nos obliga a ser como Él.
¿Qué tenemos que hacer? La pregunta es una prueba de la sinceridad de los que se acercan a Juan. Con cuatro pinceladas marca Juan la necesidad de cambiar la manera de pensar y de actuar.
Tres versículos antes, llaman 'raza de víboras' a los que cumplían escrupulosamente con los ritos y las leyes, pero se olvidaban completamente de los demás. Como Jesús, Juan no quiere saber nada de lo que se cocina en el templo ni del cumplimiento minucioso de las normas legales. La religiosidad que no llega a los demás no es la religiosidad que Dios quiere. En esto coincide totalmente con Jesús.
El Bautista, desde la perspectiva de una religiosidad judía, pide a los que le escuchan una determinada conducta moral para escapar de Dios. Esa conducta no se refiere al cumplimiento de normas legales, como hacían los fariseos (esto es ya un avance sobre la religiosidad oficial) sino a manifestar la preocupación por los demás. En ningún caso hace alusión a la religión, lo que pide a todos es mejorar la convivencia humana.
El evangelio de Jesús propone una motivación distinta. El objetivo no es escapar a la ira de Dios sino en tener actitud de entrega. Jesús nos invita a descubrir el amor que es Dios dentro de nosotros y en consecuencia, dedicarnos a obrar conforme a las exigencias de esa presencia.
Para el Bautista, la aceptación de Dios depende de lo que nosotros hagamos. El evangelio nos dice que la aceptación por parte de Dios es el punto de partida, no la meta. Seguir esperando la salvación de Dios, es la mejor prueba de que no la hemos descubierto dentro y seguimos anhelando que nos llegue de fuera.
El pueblo estaba curioso. Una bonita manera de indicar una actitud de espera que les saque de su situación angustiosa. Todos esperaban al ansiado Mesías y la pregunta que se hacen tiene pleno sentido. ¿No será Juan el Mesías? Muchos así lo creyeron, no solo cuando predicaba, sino también mucho después de su muerte.
La explicación que da a continuación (yo no soy el Mesías) no es más que el reflejo de la preocupación de los evangelistas por poner al Bautista en su sitio; es decir, detrás de Jesús. Para ellos no hay discusión posible. Jesús es el Mesías. Juan es solo el precursor.
La seguridad de tener a Dios en mí, no depende de mí perfección. Es anterior a mi propia existencia y depende sólo de Él. El no tener esto claro nos hunde en la angustia y terminamos creyendo que sólo pueden ser felices los perfectos, porque sólo ellos tienen asegurado el amor de Dios.
Con esta actitud estamos haciendo un dios a nuestra imagen y semejanza; estamos proyectando sobre Dios nuestra manera de proceder y nos alejamos de las enseñanzas del evangelio que nos dice exactamente lo contrario.
Dios no forma parte de mi ser para ponerse al servicio de mi contingencia, sino para arrastrar todo lo que soy, a la trascendencia. La vida espiritual no puede consistir en poner el poder de Dios de parte de nuestro falso ser, sino en dejarnos invadir por el ser de Dios y que él nos arrastre hacia el absoluto.
La dinámica de nuestra religiosidad actual es absurda. Estamos dispuestos a hacer todos los "sacrificios" y "renuncias" que un falso dios nos exige, con tal de que después cumpla él los deseos de nuestro falso yo.
La verdad es que no hemos aceptado la encarnación ni en Jesús ni en nosotros. No nos interesa para nada el "Emmanuel" sino que Jesús sea Dios y que él, con su poder, potencie nuestro ego.
Lo que nos dice la encarnación es que no hay nada que cambiar, Dios está ya en mí y esa realidad es lo más grande que puedo esperar. Si cambiara algo, tendría que ser necesariamente a peor; porque Dios nos ha dado ya lo mejor.
Ésta tenía que ser la causa de nuestra alegría. Lo tengo ya todo. No tengo que alcanzar nada. No tengo que cambiar nada de mi verdadero ser. Tengo que descubrirlo y vivirlo. Mi falso ser se iría desvaneciendo y mi manera de actuar cambiaría. En Jesús lo hemos visto claro. Debemos descubrirlo también en nosotros.
Estamos engañados cuando esperamos encontrar la salvación en la satisfacción de deseos referidos a nuestro falso ser. Satisfacer las exigencias de los sentidos, los apetitos, las pasiones nos proporcionará placer, pero eso nada tiene que ver con la felicidad. En cuanto deje de dar al cuerpo lo que me pide, responderá con dolor y nos hundirá en la miseria.
Removemos Roma con Santiago para que Dios no tenga más remedio que darnos la salvación que le pedimos. Muchos, en nombre de la religión, han puesto precio a esa salvación: si haces esto y dejas de hacer lo otro, tienes asegurada la salvación que deseas.
Pensando en una salvación material para el más acá o en una salvación para potenciar mi "ego" en el más allá, nos estamos engañando y estamos intentando lo imposible.
El reconocimiento de Dios, del que hablamos, no es racional ni discursivo, sino vivencial y de experiencia. Ésta es la mayor dificultad que encontramos en nuestro camino hacia la plenitud. Nuestra estructura mental cartesiana, no nos permite valorar otros modos de conocimiento. Estamos aprisionados en la racionalidad que se ha alzado con el santo y la limosna, y nos impide llegar al verdadero conocimiento de nosotros mismos.
Así permanecemos engañados creyendo que somos lo que no somos. Pidiendo incluso a Dios, que potencie nuestro falso ser, porque creemos que ahí está nuestra salvación.
La alegría de la que habla la liturgia de hoy, no tiene nada que ver con la ausencia de problemas o con el placer que me puede dar la satisfacción de los sentidos. La alegría no es lo contrario al dolor o al sufrimiento. Las bienaventuranzas lo dejan muy claro.
Si fundamento mi alegría en que todo me salga a pedir de boca, estoy entrando en un callejón sin salida. Mi parte caduca y contingente termina fallando siempre. Si me empeño en apoyarme en esa parte de mi ser, el fracaso está asegurado. Cuando el dolor produce tristeza es que no lo estamos asumiendo desde la perspecti­va de Jesús.
La respuesta que debemos dar hoy a la pregunta: ¿qué debemos hacer?, es muy simple: Compartir. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? Tengo que adivinarlo yo. Ni siquiera la respuesta de Juan nos puede tranquilizar, pues en la realización de una serie de obras puede entrar en juego la programación y entonces nos tranquilizará solo en parte.
No se trata de hacer esto o dejar de hacer lo otro, sino de fortalecer una actitud que me lleve en cada momento a responder a la necesidad concreta del otro que me necesita.
Se trata de que desde el centro de mí ser, que es lo verdaderamente humano, fluya humanidad en todas las direcciones. Que todo mi ser se mueva desde la perspectiva del amor.
La salvación, hoy como ayer, consiste en un convencimiento vivencial de lo que significa ser humano. No alcanzaré mayor grado de humanidad por ponerme nuevos capisayos (obras buenas, oraciones...), sino por dejar que fluya, desde dentro, mi verdadero ser.
No tengo que entrar en la dinámica de una programación para llegar a ser. Tengo que descubrir lo que soy para actuar como lo que realmente soy. Sólo sacando fuera lo que tengo dentro iré alcanzando paso a paso, mayores cotas de humanidad.
Lo que hago tiene que ser una exigencia de lo que soy. El obrar sigue al ser, no al revés.
PAZ  Y  BIEN
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón

Fraternidad Eclesial Franciscana

viernes, 4 de diciembre de 2015

Experiencia de Salvación




Reflexión domingo 6 diciembre 2015
Experiencia de Salvación
Lucas 3,1-6
¿Te has dado cuenta cómo la temperatura parece subir antes de una tormenta?  Crea un sentido de expectativa con el viento calmándose.  Entonces vienen las lluvias para fructificar la tierra.  Podemos mirar a Juan en el evangelio hoy como el calor preparando la tierra para la lluvia renovadora.  Eso es, por supuesto, Jesús.
    No siempre se prestó atención a los vs. 1-2 de este capítulo. Ellos son una poderosa voz ; el detalle de los hombres más fuertes y encumbrados de su época es impresionante. Tiberio César era emperador y Poncio Pilato gobernador. Luego baja un escalón más y nombra a los pequeños reyes designados por Roma de entre los líderes locales: Herodes (Agripa), nieto del Herodes Antipas, y Felipe que habían sido designados tetrarcas de Galilea e Iturea, respectivamente. Lisanias – de quien no tenemos otras referencias – era tetrarca de Abilinia, una región al noroeste de Damasco. Finalmente nombra a los sumos sacerdotes Caifás y Anás.
    Es por eso que es muy importante el comienzo del evangelio de hoy. Estamos en el c. 3. Como si dijera: ahora comienza, de verdad, el evangelio. Intenta situar en unas coordenadas concretas de tiempo y lugar los acontecimientos para dejar claro que no se saca de la manga los relatos. Hay que notar que el “lugar” no es Roma ni Jerusalén sino el desierto. También se quiere significar que la salvación está dirigida a hombres concretos de carne y hueso, y que esta oferta implica no solo al pueblo judío sino a todo el orbe conocido: “todos verán la salvación de Dios”.
    Como buen profeta, Juan descubrió que para hablar de una nueva salvación, nada mejor que recordar el anuncio del gran profeta Isaías. Él anunció una liberación para su pueblo, precisamente cuando estaba más oprimido en el destierro y sin esperanza de futuro. Juan intenta preparar al pueblo para una nueva liberación, predicando un cambio de actitud por parte de Dios pero que dependería de un cambio de actitud en el pueblo.
  
 Los evangelios presentan el mensaje de Jesús como muy apartado del de Juan. Juan predica un bautismo de conversión, de penitencia. Habla del juicio inminente de Dios, y de la única manera de escapar de ese juicio, su bautismo. No predica un evangelio - buena noticia- sino la ira de Dios, de la que hay que escapar. No es probable que tuviera conciencia de ser el precursor, tal como lo entendieron los cristianos. Habla de "el que ha de venir" pero se refiere al juez escatológico, en la línea de los antiguos profetas.
     Jesús por el contrario, predica una “buena noticia”. Dios es Abba, es decir Padre-Madre, que ni amenaza ni condena ni castiga, simplemente hace una oferta de salvación total. Nada negativo debemos temer de Dios. Todo lo que nos viene de Él es positivo. No es el temor, sino el amor lo que tiene que llevarnos hacia Él.  Muchas veces me he preguntado, y me sigo preguntando, por qué, después de veinte siglos, nos encontramos más a gusto con la predicación de Juan que con la de Jesús. ¿Será que el Dios de Jesús no lo podemos utilizar para meter miedo y tener así a la gente sometida?
    La verdad es que la predicación de Jesús coincide en gran medida con el mensaje de Juan. Critica duramente una esperanza basada en la pertenencia a un pueblo o en las promesas hechas a Abrahán, sin que esa pertenencia conlleve compromiso alguno. Para Juan, el recto comporta­miento personal es el único medio para escapar al juicio de Dios. Por eso coincide con Jesús en la crítica del ritualismo cultual y a la observancia puramente externa de la Ley.
    Al ser humano se le ofrecen hoy infinidad de caminos por los que puede desarrollar su existencia. ¿Cuál será el que le lleve a la verdadera salvación? Como decía Pablo: Más que nunca necesitamos hoy crecer en sensibili­dad para apreciar los auténticos valores humanos. Precisamente porque las ofertas engañosas son más variadas y mucho más atrayentes que nunca, es más difícil acertar con el camino adecuado.
Dios no tiene ni pasado ni futuro; no puede “prometer” nada. Dios es salvación, que se da a todos en cada instante. Algunos hombres (profetas) experimentan esa salvación según las condiciones históricas que les ha tocado vivir y la comunican a los demás como promesa o como realidad. La misma y única salvación de    Dios llega a Abrahán, a Moisés, a Isaías, a Juan o a Jesús, pero cada uno la vive y la expresa según la espiritualidad de su tiempo.
     No encontraremos la salvación que Dios quiere hoy para nosotros, si nos limitamos a repetir lo políticamente correcto. Solo desde la experiencia personal podremos descubrir esa salvación. Cuando pretendemos vivir de experiencias ajenas, la fuerza de placer inmediato acaba por desmontar la programación. En la práctica, es lo que nos sucede a la inmensa mayoría de los humanos. El gusto es la pauta: lo más cómodo, lo más fácil, lo que menos cuesta, lo que produce más placer inmediato, es lo que motiva nuestra vida.
Más que nunca, nos hace falta una crítica sincera de la escala de valores en la que desarrollamos nuestra existencia. Digo sincera, porque no sirve de nada admitir teóricamente la escala de Jesús y seguir viviendo en el más absoluto gusto. Tal vez sea esto el mal de nuestra religión, que se queda en la pura teoría. Hace ya tiempo, un ministro del gobierno, hablando de los problemas del norte de África, decía muy serio: Es que para los musulmanes, la religión es una forma de vida. Se supone que para los cristianos, no.
    Al celebrar una nueva Navidad, podemos experimentar cierta esquizofrenia. Lo que queremos celebrar es una salvación que apunta a la superación del gusto. Lo que vamos a hacer en realidad es intentar que en nuestra casa no falte de nada. Si no disponemos de los mejores manjares, si no podemos regalar a nuestros seres queridos lo que les apetece, no habrá fiesta. Sin darnos cuenta, caemos en la trampa del consumismo. Si podemos satisfacer nuestras necesidades en el mercado, no necesitamos otra salvación.
     En las lecturas bíblicas debemos descubrir una experiencia de salvación. No quiere decir que tengamos que esperar para nosotros la misma salvación que ellos anhelaban. La experien­cia es siempre intransferible. Si ellos esperaron la salvación que necesitaron en un momento determinado, nosotros tenemos que encontrar la salvación que necesitamos hoy. No esperando que nos venga de fuera, sino descubriendo que está en lo hondo de nuestro ser y tenemos capacidad para sacarla a la superficie. Dios salva siempre. Cristo está siempre.
      El ser humano no puede planificar su salvación trazando un camino que le lleve a su plenitud. Solo tanteando puede conocer lo que es bueno para él. Nadie puede dispensarse de la obligación de seguir buscando. No solo porque lo exige su progreso personal sino porque es responsable de que los demás progresen. No se trata de imponer a nadie los propios descubrimientos, sino de proponer nuevas metas para todos. Dios viene y está en nosotros siempre como salvación. Ninguna salvación puede agotar la oferta de Dios.
Paz y bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana