sábado, 15 de septiembre de 2018

El misterio de la personalidad de Jesùs



Reflexión domingo 16 septiembre 2018
El misterio de la personalidad de Jesús...
Marcos 8,27-35

Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?.
Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas».
Y ustedes, ¿Quien dicen que soy YO? Pedro respondió"Tú eres el Mesías".
Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de él.
Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con toda claridad. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo. Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: « ¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».
Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.
Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará.

La página de hoy es como el centro de todo el evangelio de Marcos. En Cesarea de Filipo, Jesús hace, ante todo, un sondeo de opinión entre sus discípulos sobre lo que dice la gente acerca de él.  Le responden que para algunos es Juan el Bautista, para otros Elías y para otros uno de los profetas. En seguida Jesús interpela a los doce: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” La respuesta de Pedro es espontánea y resuelta: “Tú eres el Mesías”. “Mesías” es término hebreo  que en griego se traduce por “Cristo” y en castellano por “Ungido”.
Jesús prohíbe terminantemente dar a conocer que él es el Mesías. Es que la gente  no está preparada todavía para entender la auténtica identidad de él.
Ante el primer anuncio de la pasión, muerte y resurrección, hecho con toda claridad por Jesús, Pedro reacciona reprendiendo a Jesús. Eso no cabe en la concepción que él tiene del Mesías. El piensa en un Mesías triunfador, no en un hombre rechazado por los otros, que debe sufrir, ser acusado, maltratado y ejecutado.
Jesús reprende duramente a Pedro: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tus pensamientos no son los de Dios, sino de los hombres”. Jesús además extiende a todos sus discípulos el estilo con que hay que entender el mesianismo: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.
¿Quién es Jesús hoy? ¿Quién es para la gente? ¿Quién es para nosotros, para mí? También hoy podemos constatar que hay todo un abanico de posturas e interpretaciones respecto a Jesús. Junto a quienes lo rechazan o no creen en él o simplemente lo ignoran, hay quienes lo admiran como un gran hombre, un profeta admirable o un modelo de entrega a los demás. Pero es algo más: es el Mesías, el Ungido de Dios, más aún, el Hijo de Dios, el hombre en quien habita la plenitud de la divinidad. Por eso creemos en él, lo amamos e intentamos seguirlo.

Podemos preguntarnos con sinceridad si de veras  aceptamos a Jesús en su profundidad o  si más bien hacemos una selección de aspectos de él según nuestro gusto. Claro que sabemos que Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios. Pero una cosa es saber y otra, aceptar su persona juntamente con su doctrina y su estilo de vida, incluida la cruz y la entrega a los demás.
Los doce apóstoles no entendieron el misterio de la personalidad de Jesús. Del Mesías tenían una concepción más política que religiosa, más de liberación nacionalista de los romanos, que la del Reino como Jesús lo entendía. Sobre todo no entendieron, o no quisieron entender, que el camino al Reino fuera la cruz.
A Jesús tampoco le gustaba el sufrimiento, y tuvo pavor ante la muerte, y suplicó a su Padre, “con gritos y lágrimas”, como dice la carta a los Hebreos, que lo librara de ella. Pero aceptó el plan salvador de Dios.

Por eso el discípulo debe: renunciar, cargar y seguir
A Pedro le gustaba lo que pasó en el monte Tabor y la gloria de la transfiguración. Pero no le gustaba el monte Calvario con su cruz.  ¿Hacemos nosotros una selección semejante? ¿Mereceríamos también nosotros el reproche de que “pensamos como los hombres y no como Dios”?
Hoy nos explica Jesús, para que nadie se lleve a engaño, qué significa seguirlo como discípulo: “El que quiera venir conmigo,  que se niegue a sí mismo; que cargue con su cruz;  y me siga. Con la añadidura de que  “el que quiera salvar su vida la perderá” , pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”.

¿Qué significa negarse a sí mismo? Significa dejar a un lado las propias aspiraciones humanas de éxito, de triunfo; no tenerse solo en cuenta a sí mismo, sino buscar y practicar la voluntad divina.

Cargar con su cruz. En tiempos de Jesús, el suplicio de la cruz estaba reservado para los grandes delincuentes; estos debían cargar con la cruz para llevarla al lugar de la ejecución. Cargar con la cruz  significa aceptar las consecuencias dolorosas que pueden venir siguiendo a Jesús.

Seguir a Jesús. Antiguamente los discípulos se trasladaban junto con su maestro a todos los lugares adonde iba. Trataban de mantenerse cerca de él para poder captar toda su manera de ser y actuar. De este modo podían imitarlo y aspirar a ser como él.

Negarse a sí mismo, cargar con la propia cruz y seguir a Jesús en su camino. Es opción personal muy exigente. No es optar por el dolor o renuncia por masoquismo, sino por amor, por coherencia , por solidaridad con Jesús y con la humanidad, a la que también nosotros queremos ayudar a salvar. Es como la amistad y el amor, que para ser verdaderos, exigen sacrificio y renuncias.
Todo esto también supone una gran confianza en Dios, como la que muestra el salmista en el salmo responsorial de hoy y Jesús mismo en el momento crucial de su entrega: “El Señor me ayuda, ¿quién me condenará?; “el Señor es benigno y justo, estando yo sin fuerzas me salvó”; “arrancó mi alma de la muerte”; “a tus manos , Señor, encomiendo mi espíritu”.


“Jesús, dame la gracia de no reconocerte sólo en la gloria, sino también en la pasión. Quisiera compartir contigo los momentos duros, unirme a ti en la cruz. Hoy te digo una vez más que eres el Mesías que salva mi vida”.
 Paz  y  bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana


jueves, 6 de septiembre de 2018

"Effetá - Ábrete..."


Reflexión domingo 9 de septiembre 2018
Effetá - Ábrete…”

Marcos 7, 31-37
En el breve evangelio de hoy se condensan varios aspectos que se nos ofrecen como luz para nosotros aquí y ahora:
Evangelio según san Marcos
En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: "Effetá", esto es: "Ábrete". Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: "Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos."
Cuando llegamos al final del capítulo 7 del evangelio de Marcos, Jesús ha curado ya a muchos enfermos: un leproso, un paralítico, uno con la mano atrofiada, una mujer con flujo de sangre; ha resucitado a la hija de Jairo, y, en el episodio inmediatamente anterior (suprimido por la liturgia), ha curado a la hija de una mujer cananea. Ninguno de esos milagros le ha supuesto el menor esfuerzo. Bastó una palabra o el simple contacto con su persona o con su manto para que se produjese la curación.
Ahora, al final del capítulo 7, la curación de un sordo le va a suponer un notable esfuerzo. El sordo, que además habla con dificultad (algunos dicen que los sordos no pueden hablar nada, pero prescindo de este problema), no viene por propia iniciativa, como el leproso o la hemorroisa. Lo traen algunos amigos o familiares, como al paralítico, y le piden a Jesús que le aplique la mano. Así ha curado a otros muchos enfermos. Jesús, en cambio, realiza un ritual tan complicado, observemos lo que nos dice el evangelio:
“Dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón atravesando la Decápolis”: Encontramos a Jesús fuera de su país, atravesando tierra extranjera, un espacio habitado por paganos, por quienes no profesan la fe en el Dios de Israel. Jesús se hace cercano al diferente, a quien es rechazado por ser distinto, por no tener las mismas ideas, la misma religión, la misma cultura… Hoy, para encontrarnos con extranjeros, con extraños, no necesitamos salir del país. Acercarnos al diferente se nos hace posible en cada espacio público: autobús, trabajo, calle, bar… Jesús nos ofrece un modo claro de relación: encuentro, acogida, diálogo y curación. Rompe las fronteras y los prejuicios, se acerca y permite que se acerquen, ofreciendo en la relación lo mejor de sí mismo y lo mejor para la otra persona.
- “Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar”: Nos dice el texto que la persona es sorda y con dificultades para hablar, pero no que esté incapacitada para ponerse por sí misma en movimiento. Por eso esta expresión es significativa. En ella se muestra el valor de la amistad, el poder y la fuerza del grupo o de la comunidad. ¡Cuánto nos necesitamos unos a los otros! ¡Cuánto bien nos podemos hacer los unos a los otros! Quienes presentan ante Jesús a este hombre con sordera aparecen de modo anónimo. No sabemos quiénes son, si son familiares o amigos, ni siquiera cuántos forman el grupo. Lo que podemos intuir es que estas personas buscan el mejor modo de ayudar a quien tiene dificultad y son capaces de organizarse para ello. No solicitan algo para sí mismos, sino el bien para quien está más herido por alguna causa.
Cada uno de nosotros sabe cuál es su sordera, la que le incapacita para escuchar las palabras y la Palabra, la que le cierra a la realidad que le rodea. Aquello que le incapacita o bloquea. También cada uno de nosotros somos conscientes del bien que podemos hacer a quienes nos rodean a través de ese gesto o palabra oportuna, del acompañamiento personal o del abrazo en el momento preciso.
Unas relaciones positivas requieren la capacidad para percibir y acoger cómo está el otro, pero también para dejarse ayudar y acompañar por los demás. Porque, a veces, uno mismo está tan bloqueado que no puede, por sí mismo, salir de la situación en la que se halla. Si el sordo fue presentado ante Jesús es porque también él se dejó presentar.
“Effetá (esto es “ábrete”)”: Es la única palabra que Jesús pronuncia en este episodio. Pero lo hace junto a numerosos gestos significativos: saca a la persona del entorno en el que se ha mantenido sorda y con dificultades para hablar apartándola un poco del grupo; le toca los oídos, la lengua… esas partes de su cuerpo donde se manifiesta el bloqueo; eleva sus ojos al cielo como expresión de oración, de conexión permanente con su Abba. El texto, con ello, nos hace fijarnos en la corporeidad de Jesús. Nos habla de sus manos, de sus dedos, saliva, ojos, respiración… todo su ser al servicio del bien.
Sólo pronuncia una palabra y, sorprendentemente, no es “oye”, “escucha” o “habla”… Es “ábrete”. ¿A qué nos invita hoy Jesús a abrirnos? ¿Qué apertura necesitamos para salir de nuestras sorderas y enmudecimientos?
“Todo lo ha hecho bien”: Esta es la experiencia que Jesús nos ofrece. Al encontrarnos con Él su fuerza sanadora rompe nuestras ataduras y bloqueos. Así, como el hombre del evangelio, también nosotros experimentamos que se nos desata la lengua y podemos pronunciar nuestra propia palabra. Una palabra que se multiplica en el grupo. Todos, a pesar del deseo manifiesto de Jesús de que guarden silencio, no pueden dejar de proclamar que Jesús sana y libera, que todo lo hace bien.
El Reino consiste en que los que excluimos dejemos de hacerlo, y los excluidos dejen de sentirse excluidos a pesar de sus limitaciones. El objetivo de Jesús no es erradicar la pobreza o la enfermedad, sino hacer ver que hay algo más importante que la salud y que la satisfacción de las necesidades más perentorias. Sacar al pobre de su pobreza no garantiza que lo hemos introducido en el Reino. Pero salir de nuestro egoísmo y preocuparnos por los pobres sí garantiza la presencia del Reino y puede hacer que el pobre descubra el Reino…
 Paz  y  bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana

miércoles, 29 de agosto de 2018

Un análisis del corazón humano...


Reflexión domingo 2 septiembre 2018

Un análisis del corazón humano…
 Marcos 7,1-8.14-15.21-23

Hermanos: ¿Cuántas cosas quisiéramos que fueran diferentes en el planeta en que vivimos?
¿Qué cosas tendrían que cambiar?
¿Es realmente posible que haya un cambio en la conducta humana? ¿De qué forma podría llegar a producirse ese cambio?
Muchas veces tenemos la ilusión de que es posible provocar ese cambio desde fuera. 
Las leyes que se da un pueblo a través de sus representantes buscan modificar las conductas. Y cuando se establece una ley que al menos algunos no están dispuestos a cumplir, también se señalan los castigos que le corresponderán al infractor.
Cumplir o no una ley está relacionado así al querer evitar el castigo que trae aparejado el no cumplirla.
Sin embargo, muchas veces la amenaza del castigo no es suficiente… pensemos en lo que realmente puede significar el endurecimiento de las penas por algunos delitos… lamentablemente, esos delitos no cesan.
El problema está en que no hay un cambio en el interior de la persona. 

Nos cuesta  entender bien el significado de los Diez Mandamientos, el significado de la Ley de Dios, si no entendemos el marco en que Dios los entrega. Ese marco es la Alianza entre Dios y los hombres. La Alianza no es una imposición: “Yo soy Dios y ustedes van a hacer lo que yo les diga”. No. Es un compromiso mutuo. Es un encuentro de la libertad de Dios que elige a un pueblo y la libertad de ese pueblo que elige a Dios, que reconoce a Dios como Su Dios. El domingo pasado, la primera lectura nos presentaba uno de esos momentos de elección: Josué, sucesor de Moisés al frente de los israelitas, dice al pueblo:

«Si no están dispuestos a servir al Señor, elijan hoy a quién quieren servir (...) Yo y mi familia serviremos al Señor».

Y el pueblo respondió:

«Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses. Porque el Señor, nuestro Dios, es el que nos hizo salir de Egipto, de ese lugar de esclavitud (…) Por eso, también nosotros serviremos al Señor, ya que Él es nuestro Dios».

Es en el marco de esa alianza que comprendemos las palabras de Moisés en la primera lectura de este domingo:

«Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que Yo les enseño para que las pongan en práctica. (…) No añadan ni quiten nada de lo que yo les ordeno. Observen los mandamientos del Señor, su Dios, tal como yo se los prescribo».

Esas palabras son como el telón de fondo delante del cual escuchamos lo que Jesús dice en el Evangelio:

«Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. (…) las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres».

¿A qué se refiere Jesús con “seguir la tradición de los hombres”? Este pasaje del Evangelio comienza cuando los fariseos le preguntan a Jesús por qué sus discípulos comen sin lavarse las manos. En nuestro tiempo, lavarse las manos antes de comer es un prudente acto de higiene. Así nos enseñaron nuestras mamás: “niños, lávense las manos que vamos a comer”.

Pero para los fariseos, era mucho más que eso. Era un acto de purificación, un acto con el que el hombre pretendía estar puro, limpio, ante Dios. Ese acto debía hacerse de una forma precisa, meticulosa… un verdadero rito: el lavado llegaba hasta el codo; había que enjuagarse dos veces, con una determinada cantidad de agua y no menos; no podía usarse para el agua un recipiente de barro… y varias normas más.

A todo esto, Jesús lo llama “seguir la tradición de los hombres”, es decir, cumplir una serie de normas exteriores con las que pretendemos quedar bien delante de Dios… descuidando el cumplimiento de los mandamientos.

Y aquí viene la palabra fuerte de Jesús, la palabra con la que reclama que la purificación no sea hecha por fuera, sino por dentro, en el corazón:

«Escúchenme todos y entiéndanlo bien. Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre. Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre».

“Es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones…” dice Jesús. En el lenguaje de la Biblia, el corazón es el centro de la persona. El corazón es el fundamento de la dignidad, de la libertad, de la capacidad de decisión de cada uno. Por eso el corazón es mencionado en el primer mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón…» (Dt 6,5; Me 12,30). 

En la lista que Jesús hace de las cosas que hacen impuro al hombre, podemos ir reconociendo los Diez Mandamientos. El amor a Dios y el amor al prójimo son la clave para elegir entre el bien y el mal. “Bienaventurados los limpios de corazón”, dice Jesús. Mirando a su corazón, pidámosle un corazón nuevo, un corazón puro, un corazón semejante a su Sagrado Corazón.
 A veces tengo la impresión de que predomina entre los cristianos cierta espiritualidad de "cumplimiento para la seguridad": obediencia al magisterio seguro, normas morales fijas y claras, observancia de lo cultual como obediencia. Todas estas cosas tienen que existir, pero no como protagonistas de lo religioso: el protagonismo de lo religioso es la disposición a cambiar urgidos por la palabra, en el ámbito individual y en el colectivo activado por la luz del Espíritu Santo.

No se puede dar mejor resumen de la mentalidad completa de Jesús. Debemos sacar las consecuencias más severas: por decir esto lo mataron, lo mató la otra religión (¿la nuestra?).
Jesús propone entonces un análisis del corazón humano, de aquel centro de decisión, inteligencia y libertad, pues es allí donde tiene lugar lo auténticamente bueno o lo auténticamente condenable.
Escuchar al Maestro es fundamental, pero hacerlo con los oídos del corazón mismo, para que no quedemos en una atención acomodaticia y subjetiva de la Palabra escuchada, sino que en verdad, ella nos lleve a la auténtica práctica.

Sería también hoy un grave error que la Iglesia quedara prisionera de tradiciones humanas, cuando todo nos está llamando a una conversión profunda. Lo que nos ha de preocupar no es conservar intacto las normas, sino hacer posible el nacimiento de una Iglesia y de unas comunidades cristianas capaces de reproducir con fidelidad el Evangelio y de actualizar el proyecto del Reino de Dios en la sociedad contemporánea.


 Paz  y  bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana

jueves, 23 de agosto de 2018

La crisis de Galilea...



Reflexión domingo 26 agosto 2018
La crisis de Galilea…
Juan 6,60-69
Hay momentos de la existencia donde irse o quedarse son decisiones que marcan el resto de la vida.
A lo largo de toda la historia, hay gente que ha dejado la Iglesia y gente que se ha quedado en la Iglesia. En las comunidades por donde he pasado, empezando por mi propia comunidad parroquial, mi comunidad de bautismo, he encontrado esas personas que permanecen, con una fe “a prueba de balas”, aunque no sea en sentido literal. Casi siempre mujeres, pero también algunos matrimonios, algunos varones, que no se han apartado de la comunidad ni porque hayan pasado situaciones difíciles a nivel personal o familiar, ni porque haya cambiado el rostro y el estilo del párroco de turno… y eso, sin tener tampoco un motivo mezquino para quedarse, como el tener cierto poder dentro de la comunidad o haberse adueñado de un espacio.

El evangelio de hoy nos presenta el episodio conocido como “la crisis de Galilea”. Es un episodio que da un giro importante al camino que venía haciendo Jesús. Desde que comenzó su ministerio en Cafarnaúm, el “éxito” de Jesús, hablando en términos humanos, era cada vez mayor. Recordemos cómo le traían “a todos los enfermos y endemoniados”, como la ciudad entera estaba a la puerta de su casa, como todos lo buscaban… y eso fue apenas el comienzo.
El día que Jesús multiplicó los panes y los peces, había cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, que siempre son muchos más. Todos querían que Jesús fuera coronado rey…
Jesús abandona a la multitud ante semejante perspectiva, pero ellos lo buscan.
Cuando lo encuentran, Jesús se pone a enseñarles largamente. Es su discurso del Pan de Vida, que hemos venido escuchando estos domingos.
Frente a las palabras de Jesús, frente a la nueva perspectiva que Él abre, muchos se desconciertan: no es lo que ellos esperaban y comienzan a abandonarlo.
Después de escuchar la enseñanza de Jesús, muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?»
Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes?
El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve.
Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen».
En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar.
Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede».
Y aquí es donde se produce el desenlace de la crisis. El evangelista Juan nos dice:
Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de Él y dejaron de acompañarlo.
Por eso, es natural que Jesús se vuelva hacia los Doce, ese pequeño grupo que estuvo con él desde el principio, y les pregunte:
«¿También ustedes quieren irse?»
Y aquí viene la respuesta decisiva. Es Simón Pedro quien habla, en nombre de todos:
«Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios».
“Nosotros hemos creído”. Hermosas palabras; hermosas, precisamente, porque no son sólo palabras. Son la razón de una decisión. Ellos han encontrado a Jesús, han creído en Él, han encontrado sentido para su vida.

En el comienzo de su primera carta encíclica, Dios es Amor, el Papa Benedicto XVI nos dejó esta línea muchas veces citada, incluso por el propio Papa Francisco:
“Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
Nuestras fuerzas humanas pueden realizar muchas cosas. Nuestra voluntad puede templarse y mantenernos en el rumbo elegido… pero tarde o temprano, encontraremos nuestra fragilidad, nuestra impotencia… pero allí se abrirá la oportunidad para descubrir la fuerza del amor de Dios. Que en ese momento podamos también decir “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna”.

Paz y bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazon
Fraternidad Eclesial Franciscana



Alimentarse de la Palabra y de la Carne de Jesús...



Reflexión domingo 19 de agosto 2018
Alimentarse de la Palabra y de la Carne de Jesús…
Juan 6,51-58
En el evangelio de hoy, Jesús habla de una comida y una bebida que tiene un efecto diferente al de los demás alimentos; más aún, produce el efecto contrario: que al comer y beber seamos transformados en lo que comemos… pero ¿qué es realmente lo que Él nos ofrece para que suceda eso?

Jesús está hablando ante la gente reunida en la sinagoga de Cafarnaúm, junto al mar de Galilea. Se ha presentado diciendo “Yo soy el pan bajado del Cielo”, lo que ha hecho que la gente murmure… muchos conocían a Jesús, conocían a su familia… ¿cómo es que dice que ha bajado del Cielo?

Ahora Jesús va a hacer que sus oyentes murmuren de nuevo, porque agrega: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan   vivirá eternamente”.

Sus oyentes no han entendido todavía qué quiere decir Jesús con que Él es el pan. Tal vez lo han tomado como otras afirmaciones de Jesús: «Yo soy el buen pastor... Yo soy la puerta de las ovejas... Yo soy la vid verdadera» (Jn 10,7.11; 15,1). Todos saben que Jesús es carpintero, no pastor; y, por supuesto, tampoco es una puerta ni una vid. Jesús ha usado algunas comparaciones para explicar su relación con nosotros. Cuando Jesús dice que él es el Pan, podemos entender que tenemos necesidad de él, tal como necesitamos el pan material.

Más aún, podemos entender que Su Palabra es para nuestra alma como el Pan. Su Palabra nos alimenta. Hay toda una parte de la Misa en la que escuchamos la Palabra de Jesús. Incluso, muchas veces se le llama “la Mesa de la Palabra”, porque nos alimentamos con esa Palabra. Cuando la escuchamos, cuando la hacemos nuestra, cuando la ponemos en práctica, cambia nuestra mentalidad, crecemos espiritualmente.

San Pablo, que trasmitió la Palabra de Jesús, también usó esa comparación: Palabra - alimento. Él mismo dice que fue entregando el evangelio de a poco, tal como se va alimentando un niño. A los Corintios les dice:

“Yo les di a beber leche, no alimento sólido, porque todavía no podían recibirlo” (1 Corintios 3,2).
Eso es verdad y es bueno que todos lo tengamos presente: cuando escuchamos la Palabra de Jesús, nos encontramos con Él, lo escuchamos a Él. Su Palabra nos alimenta y nos hace crecer en la fe.

Jesús nos lleva más lejos cuando nos dice que Él es el Pan de Vida, que tenemos que comer su carne para tener vida eterna.

Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre
y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna,
y Yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él.
La Eucaristía es el gran signo de Jesús. Allí está presente, allí se da a nosotros. En esa forma tan simple, tan frágil… pero cuando lo recibimos con fe, es ese alimento el que nos asimila a nosotros: Jesús, Pan de Vida, nos va haciendo semejantes a Él.

Quienes lo recibimos habitualmente, tenemos que volver siempre a considerar lo que estamos recibiendo y lo que significa. Quienes desean recibirlo y por distintas razones no pueden hacerlo, pueden unirse a toda la comunidad en la adoración del Santísimo Sacramento. Quienes no lo conocen, o no lo entienden, o aún no creen que Él esté allí, están siempre invitados a conocerlo.

Pero el encuentro con Jesús Pan de Vida empieza por escuchar su Palabra. Decía así San Jerónimo, en una enseñanza que la Iglesia sigue presentando a todos:

«La carne del Señor es verdadera comida y su sangre verdadera bebida; éste es el verdadero bien que se nos da en la vida presente, alimentarse de su carne y beber su sangre, no sólo en la Eucaristía, sino también en la lectura de la Sagrada Escritura. En efecto, lo que se obtiene del conocimiento de las Escrituras es verdadera comida y verdadera bebida» (S. Jerónimo, Commentarius in Ecclesiasten, 3: PL 23, 1092 A)
En su Palabra, Jesús habla a todos, ofrece alimento, sigue ofreciéndose Él mismo como comida verdadera. Por eso, no es extraño que Benedicto XVI dijera que

“Alimentarse con la palabra de Dios es (…) la tarea primera y fundamental”. 
Paz y bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazon
Fraternidad Eclesial Franciscana




lunes, 13 de agosto de 2018

Comunión y Fraternidad...



Reflexión domingo 12 agosto 2018
Comunión y Fraternidad…
Juan 6,41-51
A lo largo de la vida nos vamos encontrando con toda clase de personas. Sólo algunas de ellas dejan huellas en nosotros, huellas que nos acompañarán por el resto de los años que nos toquen vivir. A veces, más que huellas son cicatrices o, peor, heridas aún abiertas, porque nos han lastimado… pero no quiero ir por ahí. Al contrario, pienso en esas personas muy especiales, por las que uno se sentía atraído… ¿qué había en ellas? Recuerdo a una abuela de mi comunidad que me lo solía encontrar cuando iba al pozo por, que falleció hace tiempo. Cuando estaba con ella, ella me escuchaba y me sentías comprendida. Me iba haciendo algunas preguntas y, de repente, te escuchabas vos mismo diciéndole cosas que nunca habías sacado de adentro… y me doy cuenta que eso… era lo mejor que yo tenía. Salía de ese encuentro con ganas de ser más buena, de hacer mejor mi trabajo de cada día, confortada y agradecida.

Mucha gente se sentía atraída por Jesús. Algunos buscaban sus milagros: una respuesta inmediata, un alivio a sus sufrimientos. Otros lo buscaban como maestro, deseosos de sabiduría. Veían en él un hombre de Dios, un profeta que con sus palabras y sus gestos les hablaba de Dios de una manera nueva y los hacía sentir diferentes…

Pero, por momentos, Jesús también los desconcertaba. Desconcertaba porque daba a entender algo que no era fácil de ser entendido. ¿Quién era realmente Jesús? 
Así comienza el evangelio que escuchamos este domingo:
Los judíos murmuraban de Jesús, porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo». Y decían: « ¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: "Yo he bajado del cielo?"»

La gente que está escuchando a Jesús murmura al oír sus palabras… Jesús está diciendo que él viene de Dios a traer un alimento que da vida eterna y que ese alimento es él mismo. Esto es demasiado. Muchas de esas personas conocen a Jesús desde hace tiempo. Conocen a su familia. No es alguien que apareció de pronto. Lo han visto crecer. ¿Cómo pueden creer en lo que Jesús está diciendo? ¿Cómo creer que ha bajado del Cielo? ¿Cómo creer que puede darles vida eterna?
Más aún… ¿cómo podemos creerlo nosotros, dos mil años después? ¿Cómo creer que en ese hombre, Jesús de Nazaret, se ha encarnado el Misterio insondable de Dios?

No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió;
La gente ha seguido a Jesús porque se ha sentido atraída por él y por todo lo que dice y hace; pero sigue todavía pensando que lo conoce bien, que sabe cuál es su verdadera identidad. Pero Jesús les hace ver algo muy importante: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió”.

Lo que Jesús está planteando es un salto muy grande… es pasar de creer y confiar en Jesús en la misma forma que confiamos y creemos en una buena persona, como mi vieja profesora, a creer en Él como Hijo de Dios, “bajado del Cielo” que promete nada menos que “la vida eterna” desde ahora y para siempre.

Jesús explica que nadie puede dar ese paso de creer en Él de esa forma, si el Padre no lo atrae. Es Dios mismo quien produce la atracción que nos lleva hacia Jesús y nos hace posible creer en Él como Hijo de Dios, como enviado del Padre. Es el don de la fe, don de Dios, que necesita también nuestra respuesta, nuestro sí.

Escuchar la voz de Dios, dejarnos enseñar por el Padre, creer en Jesús como su Hijo, tener FE en Jesús, nos abre a una perspectiva nueva: la vida eterna. 
“Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y Yo lo resucitaré en el último día.”
“Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente”.

A toda aquella gente que buscaba a Jesús para que sanara a sus enfermos, consolara sus tristezas, para que les diera alimento, Jesús les pide mirar mucho más lejos que el horizonte de esta vida y descubrir que están llamados a vivir en Dios, a compartir la eternidad de Dios. 

Seguir a Jesús, creer en Él, es tener vida eterna desde ahora. Es llevar esa vida de Dios en nosotros. Es la vida de comunión que une al Padre con el Hijo. La muerte no pone fin a esa vida:
Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron.
Pero éste es el pan que desciende del cielo, para que aquél que lo coma no muera.
El Pan de Vida nos libera de la muerte. Es la carne de Jesús, su cuerpo, que sufrirá la muerte en la cruz, lo que nos da la vida. La encarnación, Dios que se hace hombre, es una gran paradoja: Dios se hace mortal y va a la muerte en su Hijo Jesús, para que nosotros, en Él, encontremos la vida y lleguemos a ser Hijos de Dios.



Comulgar en la carne de Jesús, comer su cuerpo, no debe separarnos de los demás. Los cristianos no estamos llamados a ser fariseos, que significa “separados”. Entre todas las grietas y fracturas que separan y dividen a los pueblos, a los vecinos, a las familias de este tiempo, es bueno que recordemos que nuestra común-unión con Jesús nos une, nos hermana, con todos los hombres y mujeres de cualquier raza, lengua, pueblo, nación… y aún religión. Nos hace descubrir que toda la humanidad está llamada a ser familia de Dios y no podemos mirar a nadie como extraño o extranjero.

Alimentándonos con su Palabra, alimentándonos con su Cuerpo, Jesús nos invita a que nos hagamos hermanos de todos. Más aún, nos da la fuerza de su amor para que podamos también nosotros vivir y crecer en esa fraternidad después de cada encuentro con Jesús.
Paz y bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazon
Fraternidad Eclesial Franciscana