sábado, 15 de septiembre de 2018

El misterio de la personalidad de Jesùs



Reflexión domingo 16 septiembre 2018
El misterio de la personalidad de Jesús...
Marcos 8,27-35

Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?.
Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas».
Y ustedes, ¿Quien dicen que soy YO? Pedro respondió"Tú eres el Mesías".
Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de él.
Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con toda claridad. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo. Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: « ¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».
Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.
Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará.

La página de hoy es como el centro de todo el evangelio de Marcos. En Cesarea de Filipo, Jesús hace, ante todo, un sondeo de opinión entre sus discípulos sobre lo que dice la gente acerca de él.  Le responden que para algunos es Juan el Bautista, para otros Elías y para otros uno de los profetas. En seguida Jesús interpela a los doce: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” La respuesta de Pedro es espontánea y resuelta: “Tú eres el Mesías”. “Mesías” es término hebreo  que en griego se traduce por “Cristo” y en castellano por “Ungido”.
Jesús prohíbe terminantemente dar a conocer que él es el Mesías. Es que la gente  no está preparada todavía para entender la auténtica identidad de él.
Ante el primer anuncio de la pasión, muerte y resurrección, hecho con toda claridad por Jesús, Pedro reacciona reprendiendo a Jesús. Eso no cabe en la concepción que él tiene del Mesías. El piensa en un Mesías triunfador, no en un hombre rechazado por los otros, que debe sufrir, ser acusado, maltratado y ejecutado.
Jesús reprende duramente a Pedro: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tus pensamientos no son los de Dios, sino de los hombres”. Jesús además extiende a todos sus discípulos el estilo con que hay que entender el mesianismo: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.
¿Quién es Jesús hoy? ¿Quién es para la gente? ¿Quién es para nosotros, para mí? También hoy podemos constatar que hay todo un abanico de posturas e interpretaciones respecto a Jesús. Junto a quienes lo rechazan o no creen en él o simplemente lo ignoran, hay quienes lo admiran como un gran hombre, un profeta admirable o un modelo de entrega a los demás. Pero es algo más: es el Mesías, el Ungido de Dios, más aún, el Hijo de Dios, el hombre en quien habita la plenitud de la divinidad. Por eso creemos en él, lo amamos e intentamos seguirlo.

Podemos preguntarnos con sinceridad si de veras  aceptamos a Jesús en su profundidad o  si más bien hacemos una selección de aspectos de él según nuestro gusto. Claro que sabemos que Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios. Pero una cosa es saber y otra, aceptar su persona juntamente con su doctrina y su estilo de vida, incluida la cruz y la entrega a los demás.
Los doce apóstoles no entendieron el misterio de la personalidad de Jesús. Del Mesías tenían una concepción más política que religiosa, más de liberación nacionalista de los romanos, que la del Reino como Jesús lo entendía. Sobre todo no entendieron, o no quisieron entender, que el camino al Reino fuera la cruz.
A Jesús tampoco le gustaba el sufrimiento, y tuvo pavor ante la muerte, y suplicó a su Padre, “con gritos y lágrimas”, como dice la carta a los Hebreos, que lo librara de ella. Pero aceptó el plan salvador de Dios.

Por eso el discípulo debe: renunciar, cargar y seguir
A Pedro le gustaba lo que pasó en el monte Tabor y la gloria de la transfiguración. Pero no le gustaba el monte Calvario con su cruz.  ¿Hacemos nosotros una selección semejante? ¿Mereceríamos también nosotros el reproche de que “pensamos como los hombres y no como Dios”?
Hoy nos explica Jesús, para que nadie se lleve a engaño, qué significa seguirlo como discípulo: “El que quiera venir conmigo,  que se niegue a sí mismo; que cargue con su cruz;  y me siga. Con la añadidura de que  “el que quiera salvar su vida la perderá” , pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”.

¿Qué significa negarse a sí mismo? Significa dejar a un lado las propias aspiraciones humanas de éxito, de triunfo; no tenerse solo en cuenta a sí mismo, sino buscar y practicar la voluntad divina.

Cargar con su cruz. En tiempos de Jesús, el suplicio de la cruz estaba reservado para los grandes delincuentes; estos debían cargar con la cruz para llevarla al lugar de la ejecución. Cargar con la cruz  significa aceptar las consecuencias dolorosas que pueden venir siguiendo a Jesús.

Seguir a Jesús. Antiguamente los discípulos se trasladaban junto con su maestro a todos los lugares adonde iba. Trataban de mantenerse cerca de él para poder captar toda su manera de ser y actuar. De este modo podían imitarlo y aspirar a ser como él.

Negarse a sí mismo, cargar con la propia cruz y seguir a Jesús en su camino. Es opción personal muy exigente. No es optar por el dolor o renuncia por masoquismo, sino por amor, por coherencia , por solidaridad con Jesús y con la humanidad, a la que también nosotros queremos ayudar a salvar. Es como la amistad y el amor, que para ser verdaderos, exigen sacrificio y renuncias.
Todo esto también supone una gran confianza en Dios, como la que muestra el salmista en el salmo responsorial de hoy y Jesús mismo en el momento crucial de su entrega: “El Señor me ayuda, ¿quién me condenará?; “el Señor es benigno y justo, estando yo sin fuerzas me salvó”; “arrancó mi alma de la muerte”; “a tus manos , Señor, encomiendo mi espíritu”.


“Jesús, dame la gracia de no reconocerte sólo en la gloria, sino también en la pasión. Quisiera compartir contigo los momentos duros, unirme a ti en la cruz. Hoy te digo una vez más que eres el Mesías que salva mi vida”.
 Paz  y  bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana


jueves, 6 de septiembre de 2018

"Effetá - Ábrete..."


Reflexión domingo 9 de septiembre 2018
Effetá - Ábrete…”

Marcos 7, 31-37
En el breve evangelio de hoy se condensan varios aspectos que se nos ofrecen como luz para nosotros aquí y ahora:
Evangelio según san Marcos
En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: "Effetá", esto es: "Ábrete". Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: "Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos."
Cuando llegamos al final del capítulo 7 del evangelio de Marcos, Jesús ha curado ya a muchos enfermos: un leproso, un paralítico, uno con la mano atrofiada, una mujer con flujo de sangre; ha resucitado a la hija de Jairo, y, en el episodio inmediatamente anterior (suprimido por la liturgia), ha curado a la hija de una mujer cananea. Ninguno de esos milagros le ha supuesto el menor esfuerzo. Bastó una palabra o el simple contacto con su persona o con su manto para que se produjese la curación.
Ahora, al final del capítulo 7, la curación de un sordo le va a suponer un notable esfuerzo. El sordo, que además habla con dificultad (algunos dicen que los sordos no pueden hablar nada, pero prescindo de este problema), no viene por propia iniciativa, como el leproso o la hemorroisa. Lo traen algunos amigos o familiares, como al paralítico, y le piden a Jesús que le aplique la mano. Así ha curado a otros muchos enfermos. Jesús, en cambio, realiza un ritual tan complicado, observemos lo que nos dice el evangelio:
“Dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón atravesando la Decápolis”: Encontramos a Jesús fuera de su país, atravesando tierra extranjera, un espacio habitado por paganos, por quienes no profesan la fe en el Dios de Israel. Jesús se hace cercano al diferente, a quien es rechazado por ser distinto, por no tener las mismas ideas, la misma religión, la misma cultura… Hoy, para encontrarnos con extranjeros, con extraños, no necesitamos salir del país. Acercarnos al diferente se nos hace posible en cada espacio público: autobús, trabajo, calle, bar… Jesús nos ofrece un modo claro de relación: encuentro, acogida, diálogo y curación. Rompe las fronteras y los prejuicios, se acerca y permite que se acerquen, ofreciendo en la relación lo mejor de sí mismo y lo mejor para la otra persona.
- “Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar”: Nos dice el texto que la persona es sorda y con dificultades para hablar, pero no que esté incapacitada para ponerse por sí misma en movimiento. Por eso esta expresión es significativa. En ella se muestra el valor de la amistad, el poder y la fuerza del grupo o de la comunidad. ¡Cuánto nos necesitamos unos a los otros! ¡Cuánto bien nos podemos hacer los unos a los otros! Quienes presentan ante Jesús a este hombre con sordera aparecen de modo anónimo. No sabemos quiénes son, si son familiares o amigos, ni siquiera cuántos forman el grupo. Lo que podemos intuir es que estas personas buscan el mejor modo de ayudar a quien tiene dificultad y son capaces de organizarse para ello. No solicitan algo para sí mismos, sino el bien para quien está más herido por alguna causa.
Cada uno de nosotros sabe cuál es su sordera, la que le incapacita para escuchar las palabras y la Palabra, la que le cierra a la realidad que le rodea. Aquello que le incapacita o bloquea. También cada uno de nosotros somos conscientes del bien que podemos hacer a quienes nos rodean a través de ese gesto o palabra oportuna, del acompañamiento personal o del abrazo en el momento preciso.
Unas relaciones positivas requieren la capacidad para percibir y acoger cómo está el otro, pero también para dejarse ayudar y acompañar por los demás. Porque, a veces, uno mismo está tan bloqueado que no puede, por sí mismo, salir de la situación en la que se halla. Si el sordo fue presentado ante Jesús es porque también él se dejó presentar.
“Effetá (esto es “ábrete”)”: Es la única palabra que Jesús pronuncia en este episodio. Pero lo hace junto a numerosos gestos significativos: saca a la persona del entorno en el que se ha mantenido sorda y con dificultades para hablar apartándola un poco del grupo; le toca los oídos, la lengua… esas partes de su cuerpo donde se manifiesta el bloqueo; eleva sus ojos al cielo como expresión de oración, de conexión permanente con su Abba. El texto, con ello, nos hace fijarnos en la corporeidad de Jesús. Nos habla de sus manos, de sus dedos, saliva, ojos, respiración… todo su ser al servicio del bien.
Sólo pronuncia una palabra y, sorprendentemente, no es “oye”, “escucha” o “habla”… Es “ábrete”. ¿A qué nos invita hoy Jesús a abrirnos? ¿Qué apertura necesitamos para salir de nuestras sorderas y enmudecimientos?
“Todo lo ha hecho bien”: Esta es la experiencia que Jesús nos ofrece. Al encontrarnos con Él su fuerza sanadora rompe nuestras ataduras y bloqueos. Así, como el hombre del evangelio, también nosotros experimentamos que se nos desata la lengua y podemos pronunciar nuestra propia palabra. Una palabra que se multiplica en el grupo. Todos, a pesar del deseo manifiesto de Jesús de que guarden silencio, no pueden dejar de proclamar que Jesús sana y libera, que todo lo hace bien.
El Reino consiste en que los que excluimos dejemos de hacerlo, y los excluidos dejen de sentirse excluidos a pesar de sus limitaciones. El objetivo de Jesús no es erradicar la pobreza o la enfermedad, sino hacer ver que hay algo más importante que la salud y que la satisfacción de las necesidades más perentorias. Sacar al pobre de su pobreza no garantiza que lo hemos introducido en el Reino. Pero salir de nuestro egoísmo y preocuparnos por los pobres sí garantiza la presencia del Reino y puede hacer que el pobre descubra el Reino…
 Paz  y  bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana