viernes, 9 de septiembre de 2016

Todo lo mio es tuyo



Reflexión domingo 10 septiembre 2016
"Todo lo mío es tuyo"
Lucas 15,1-32
En el capítulo 15 de Lucas, Jesús expresa de una forma bien hermosa, los sentimientos de Dios en lo tocante a la salvación y restauración. Mediante tres parábolas con un argumento similar —la de la oveja perdida, la de la moneda perdida y la del hijo prodigo— defiende Su relación con los pecadores y reprueba la actitud de quienes lo criticaban y censuraban.

La oveja perdida
En respuesta a las críticas de los fariseos y escribas, Jesús se defiende y explica Sus acciones mediante tres parábolas, la primera de las cuales constituye una de las imágenes verbales más conocidas de la Biblia:
La defensa de Jesús comienza con la pregunta: «¿Qué hombre de ustedes, si tiene cien ovejas…?» En tiempos de Jesús, los ovejeros eran catalogados automáticamente de pecadores, por el hecho de que su oficio tenía mala fama. Con frecuencia los pastores eran considerados ladrones, pues llevaban sus ovejas a pastar en tierras ajenas. No se les permitía dar testimonio en juicios. En esencia, tenían el mismo estatus que los odiados recaudadores de tributos. La primera frase de Jesús ya es de por sí una provocación, pues está pidiendo a los dirigentes religiosos que se imaginen a sí mismos como pastores —y pecadores—, siendo que no se consideraban así.  Las ovejas son animales gregarios; viven en rebaño, y cuando una se separa de él, se desconcierta. Se acuesta, se niega a moverse y espera a que llegue el pastor. Al encontrar la oveja, el pastor la recoge, se la echa a los hombros y la lleva a casa. Eso cuesta más de lo que uno se imagina. Una oveja de tamaño medio pesa unos 34 kilos, y caminar una gran distancia llevándola sobre los hombros sería difícil y pesado.
El pastor considera importante la oveja perdida, a pesar de no ser más que una entre cien. Se perdió y había que encontrarla; y cuando la encuentra, el pastor se regocija. Lo siguiente es cargarla laboriosamente hasta la casa y dejarla con el rebaño y invita a sus vecinos a compartir su alegría.
Esta parábola, como muchas otras, sigue el esquema de ir de lo menor a lo mayor: Si el humilde pastor busca y recupera la oveja perdida, ¡cuánto más Dios buscará y rescatará a Sus hijos perdidos!

La moneda perdida

Jesús insiste en ello una segunda vez con la parábola de la moneda perdida. Se trata de una reflexión más sobre la pregunta que Él planteó en la primera parábola, solo que esta vez el protagonista no es un despreciado pastor, sino una mujer. En la Palestina del siglo I, las mujeres eran consideradas inferiores a los hombres. En ambas parábolas, Jesús crea de entrada un pequeño efecto de choque al poner como protagonistas a personas a las que los oyentes se consideraban superiores.
En aquella época, la mayoría de los pueblos agrícolas eran bastante autosuficientes, tejían su propia ropa y cultivaban sus alimentos. El dinero era escaso, y por consiguiente en un hogar campesino la moneda perdida tenía mucho más valor que el sueldo diario al que equivalía monetariamente. Da la impresión de que para esta mujer perder la moneda representaba un gran perjuicio. La gravedad de la pérdida queda de relieve al compararla con la de la primera parábola, en la que se perdió una oveja de cien. Aquí es una moneda de diez, y veremos que en la parábola del hijo perdido es un hijo de dos.
A diferencia de los fariseos y escribas, que criticaban a Jesús por las personas con que andaba, Dios quiere salvar a los que están perdidos. No se fija en su estatus, ni en sus riquezas, ni en su procedencia, ni en su religiosidad o falta de ella. Los busca porque están perdidos y es preciso encontrarlos. Los busca porque los ama, se preocupa por ellos y desea que vuelvan a Él.

El hijo pródigo 
¿Entraría finalmente el hijo mayor a la fiesta? La parábola deja la cuestión abierta, de modo que sea el oyente o lector quien tome su propia decisión.
Lo que "perdió" al hermano mayor, rígidamente observante y cumplidor, pero más endurecido que el pequeño, fue su ignorancia y su resentimiento.
Toda su vida había estado en la "casa", pero ignoraba que "todo lo mío es tuyo". Había vivido como un siervo en casa ajena, cumpliendo escrupulosamente con todo, pero desde una idea de la "exigencia" y el "mérito". Todo lo hacía, al parecer, para conseguir "un cabrito".
Por otro lado, al vivir desde la exigencia, no podía tolerar que su hermano viviese a su antojo. Cuando se obra desde el "debería", es imposible que no surja, antes o después, la comparación y el resentimiento.
Quien vive desde la exigencia, tiende a percibirse a sí mismo como "cumplidor" y, por ese mismo motivo, a despreciar a quienes "no cumplen". La exigencia que busca el "mérito" es lo opuesto a la gratuidad.
La exigencia de ser "perfecto" creará en él una pesada "sombra", en la que recluir todos aquellos aspectos suyos que no "casan" con la imagen de sí que quiere dar. Y posteriormente la proyectará en los otros, para condenar en ellos lo que es incapaz de ver en sí mismo: se ha creado el tipo "fariseo", presente en todas las religiones que hacen del "cumplimiento" y de la "perfección" su meta.
El sujeto de la exigencia es el ego que ha creído encontrar en ese comportamiento un modo de asegurarse su "valor" (y su permanencia). "Vale quien cumple", sería su lema. Y está esperando que eso le sea reconocido en forma de "recompensas" de cualquier tipo.
En la medida en que logramos situarnos "más allá" del ego, podemos vivir la gratuidad. Y entonces experimentamos que el "premio" está en la acción misma.
Mientras giramos en torno al yo, vivimos preocupados por él y nos hallamos a su merced. Cuando lo trascendemos y emerge a la conciencia nuestra identidad más profunda –la Conciencia infinita, el "Padre" de Jesús-, entramos en el "Reino de Dios", en el Presente atemporal, donde todo es de todos: en la fiesta, cualquiera que sea la trayectoria de cada cual, no falta nadie.
¿Cómo se explica que la religión tienda a producir, a partes iguales, personas cumplidoras y resentidas?
La causa habría que buscarla en el hecho de que se suele plantear la relación con Dios en clave de rivalidad. Dios y el ser humano aparecen, en el imaginario colectivo, como seres cuyos "intereses" se hallarían enfrentados.
El "conflicto de intereses" genera necesariamente rivalidad: "o tú o yo". Y todo lo que se vive así, cuando hace crisis, termina en sometimiento castrante, rebeldía militante o resentimiento amargado. En el primer caso, la persona vive negándose, de un modo infantil; en el segundo, se subleva y corta la relación (la figura del hijo menor); en el tercero, vive sometida pero, al no atreverse a cortar, va almacenando un resentimiento larvado que luego se manifestará contra los otros (el hijo mayor de la parábola).
Aquel planteamiento de base –tan común, por otro lado, en la religión- olvida que Dios no tiene ningún "interés": no es un gran Narciso que viviera reclamando pleitesía. Al contrario, si lo tuviera, su único "interés" sería sencillamente el bien de la creación y la felicidad del ser humano.
Pero hay algo más radical todavía: aquel planteamiento ha caído en la trampa de pensar a Dios como un ser separado y, por eso mismo, "enfrentado" a los humanos. Sin embargo, decir "Dios" es decir no-separación: Dios-está-en-todo y todo-está-en-Dios, y no puede ser de otra forma, a no ser que lo objetivemos y hagamos de Él un ídolo.
Cuando la religión se ha planteado como "cumplimiento con Dios" ha producido fariseísmo y resentimiento, porque había convertido a Dios en un ídolo devorador.
Jesús nunca plantea las cosas de ese modo. Para él, parece que lo importante no es ser "religioso", sino "humano". Por eso tampoco pone las bases de una nueva religión, sino un proyecto de fraternidad que denominará en el "Reino de Dios".
Desde nuestra perspectiva, podemos entender ese "Reino" como la Unidad-sin-costuras de lo Real, que ya somos, pero que todavía no reconocemos. Sólo podremos percibirla en la medida en que dejemos de identificarnos con nuestro "yo individual", como si se tratara de nuestra identidad definitiva.
Lo que llamamos "yo" es sólo una forma en la que se expresa y manifiesta la Vida que nos constituye, la Presencia infinita,  Dios... Por eso, es absolutamente cierto que "todo lo mío es tuyo". Cuando esto lo olvidamos, caemos en el orgullo resentido que nos aísla y encierra.
En todos nosotros vive un "hijo menor" y un "hijo mayor", con sus reacciones características, en vaivenes dolorosos y estériles. Pero en nosotros vive también el "padre" que, porque sabe, acoge y abraza, invita y ensancha... El "padre" es el que sabe ver la vida como una fiesta para todos.
Paz y bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazon
Fraternidad Eclesial Franciscana

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