sábado, 16 de septiembre de 2017

La cumbre del perdón...

Reflexión domingo 17 de septiembre 2017
La cumbre del perdón...
Mateo18,21-35

En aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?»
Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Y a propósito de esto, el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: "Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo." El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: "Págame lo que me debes." El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo: "Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré." Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: "¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?" Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.» Palabra del Señor

Esta parábola no tiene paralelos en los otros evangelios, y su forma es profundamente aramea, Galilea.
La proposición de Pedro es ciertamente generosa. Siete veces es ya un número simbólico (todos los números suelen serlo en la Escritura), que indica abundancia, generosidad. Pero generosidad con límite legal: después de perdonar siete veces, ¿qué pasará con la ofensa número ocho?
La respuesta de Jesús "setenta veces siete", no significa cuatrocientas noventa veces sino "siempre". Son los modos, concretos y plásticos de expresarse de aquel tiempo. Significa que mi disposición a perdonar es permanente, no depende del número de las ofensas recibidas.
El mensaje de la parábola no está en la manera de actuar del señor sino en la manera de actuar del siervo "malvado", como retrato negativo. Es importante hacer esta precisión, en ésta y en todas las parábolas, si no queremos sacar de ellas consecuencias no queridas por Jesús.
Las parábolas, no nos cansemos de recordarlo, no son alegorías en las que todo detalle tiene su significado: son historietas con muchos detalles que sólo dan colorido a la narración, para sacar una conclusión, un mensaje.
Aquí, la conducta del señor es solamente un detalle de la narración, sin significado. Lo vemos claramente en que el Señor no perdona más que una vez al siervo malvado, -no "setenta veces siete"- cuando Dios sí que perdona.
Sacar de esta parábola la conclusión de que Dios acaba castigando con el fuego eterno está en contradicción con toda la enseñanza de Jesús. Es la imagen del siervo, perdonado en lo mucho e incapaz de perdonar en lo poco, lo que constituye el centro del mensaje.
El texto que leemos tiene una conclusión: "Así lo hará Dios con ustedes, si no perdonan a sus hermanos". Es más que dudoso que la conclusión sea de Jesús. Jesús suele dejar las parábolas "abiertas". Una vez concluida la narración, "el que tenga oídos que oiga".
Pero no pocas veces, el uso de las parábolas en las catequesis y en las eucaristías les ha ido añadiendo moralejas y consecuencias, que no pocas veces representan más las reflexiones de la comunidad que las palabras de Jesús. La "conclusión" de la parábola de hoy parece ser un ejemplo claro de esto.
El perdón es uno de los centros neurálgicos de la Buena Noticia, y es un buen test de la sinceridad y también de la madurez de nuestra fe. Jesús habla del perdón de muchas maneras.
En sus dichos: "perdona y serás  perdonado", "la parábola del hijo pródigo", "perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores"...
Y muy especialmente en sus hechos, en su manera de comportarse con las personas: la adúltera, la mujer que le unge los pies en casa de Simón, la rehabilitación de Pedro, el Buen ladrón, y el "perdónales porque no saben lo que hacen".
La parábola de hoy muestra el fundamento último de nuestro talante de perdonar. Perdonamos porque Dios perdona, y esto, a dos niveles. Ante todo, el que ha conocido a Dios, a Abbá, sabe que está perdonado de antemano, que Dios es un permanente perdón, una acogida inquebrantable. Es la aplicación concreta de lo que vimos ya el domingo pasado: me siento querido y respondo queriendo; me siento perdonado y respondo perdonando.
Pero no solamente como una obligación sino, ante todo, como una conversión, un cambio de corazón. He experimentado que estoy vivo gracias a que Dios no pasa factura. He experimentado que puedo existir a pesar de mis errores. He experimentado en mí mismo cómo es el modo humano de vivir: dándose una y otra vez oportunidades, no exigiendo de nadie la perfección sino el afán de mejorar a pesar de los fallos.
Lo he experimentado en mí, en cómo se porta Dios conmigo, y vivo así, portándome así con todos. No por exceso de misericordia, sino porque esa es la verdad, la condición humana, limitada y caminante. Dios es así, Dios acierta, yo quiero ser así.
La parábola del hijo pródigo muestra bien la esencia de la relación paterno-filial. El hijo vuelve, y es considerado otra vez como hijo. La justicia misericordiosa le habría admitido como criado. El padre le reconoce como hijo. De ahí que el hijo se sienta urgido en el futuro a portarse como hijo. Esa es la fuente de nuestro amor a Dios y a los demás, la fuente del perdón que dispensamos siempre.
Jesús, en el momento de ser crucificado, se porta como Hijo. No se porta como los que le están crucificando. No les devuelve el mal que le hacen. Se porta como Hijo, sigue queriendo su salvación. Se porta como Dios, su Padre.
Quizá la expresión más atrevida de este clima es la que propone el Padrenuestro. "Perdónanos como nosotros perdonamos". Si se considera como una proposición a Dios, invitándole a que su perdón sea respuesta al nuestro, es un suicidio.
La realidad debería ser la opuesta: "haz que perdonemos como Tú nos perdonas". Pero no se trata de un pacto, de un comercio. Se trata de expresar nuestra condición de hijos, de reconocer que estamos dispuestos a instalarnos entre nosotros en el mismo clima de perdón en que cada uno se sitúa delante de Dios.
No debemos omitir sin embargo un aspecto extraordinariamente delicado en la aplicación de todo lo anterior a las circunstancias concretas.
Si unos pocos de la sociedad perdonan siempre todo, y los demás siguen ofendiendo. Si los ladrones son perdonados sin más, si los políticos corruptos son perdonados sin más, si los terroristas asesinos son perdonados sin más, si los poderosos siguen explotando a los débiles y son perdonados sin más... la sociedad canoniza a sus mismos destructores, deja inermes a las personas y se destruye a sí misma.
El perdón no es un salvoconducto para obrar mal, ni significa que lo mal hecho no tenga importancia.
Dicho de manera quizá demasiado tajante, aspiramos a que sea posible una sociedad basada en el perdón. Pero no estamos en ella. El perdón radica en la conversión. El mundo del pecado no deja sitio al perdón; puede aspirar como mucho a imponer la justicia. Y hay muchas circunstancias en el mundo en que no podemos aspirar a otra cosa que a la justicia.
Sin embargo, los que siguen a Jesús no se conforman con que se haga justicia, aunque esto sea evidentemente necesario: aspiran a la reconciliación cordial de las personas. Aspiran a que sea posible el perdón, pero esto no depende solo de ellos. Tendrán que limitarse a hacer justicia, aunque, si son seguidores de Jesús, añorando no poder condonar la deuda sin más.
La cumbre del perdón, lo más difícil e incluso incomprensible, es el amor a los enemigos. En esto, como en todo, el modelo perfecto es el mismo Jesús. Mientras le crucifican, Jesús ora por los que le están clavando. Evidentemente, no es que le caigan bien, no es que sienta amistad por ellos. Pero sí es que por su parte no les desea mal. Ellos son enemigos de Jesús, pero Jesús no es enemigo de ellos.
Pero este "amor a los enemigos" no le ha impedido a Jesús atacar, ridiculizar y agredir verbalmente a los escribas y fariseos, y expulsar del Templo a latigazos a los traficantes de ganado. Y también a todos esos les ama Jesús y desea su salvación. Tampoco los considera enemigos. Pero les desenmascara, les ataca, les excluye.
El fondo de todo esto está sin duda en una disposición interior, en un deseo de ser hermano de todos y de portarse como tal. Son mis pecados y sus pecados los que pueden hacerlo imposible.
Y cuando es imposible de hecho, cuando mis o sus pecados, o ambos, nos obligan a descender al terreno de la simple justicia, el corazón cristiano deberá sangrar. Alegrarse del castigo puede significar renunciar a la compasión, manifestando así que nuestro corazón no es fraternal, no es como el de Jesús.
Paz y Bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana


Corrección fraterna...

Reflexión domingo 10 de septiembre 2017
Corrección Fraterna…
Mateo 18,15-20

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano. Les  aseguro que todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo. Les  aseguro, además, que si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.» Palabra del Señor


Lo que nos relata el evangelio de hoy, es seguramente reflejo de una costumbre de la comunidad de Mateo. Se trata de prácticas que ya se llevaban a cabo en la sinagoga. En este evangelio es muy relevante la preocupación por la vida interna de la comunidad (Iglesia). El evangelio nos advierte que no se parte de una comunidad de perfectos, sino de una comunidad de hermanos, que reconocen sus limitaciones y necesitan el apoyo de los demás para superar sus fallos. Los conflictos pueden surgir en cualquier momento, pero lo importante es estar preparados para superarlos.
En caso de aceptar “contra ti”, se trataría de ofrecer perdón por parte del ofendido; en contra de toda lógica que nos dice que el que debe pedir perdón es el que ofende. Pero tiene el peligro de entenderlo como un conflicto puramente personal en el que, solo en última instancia, intervendría la comunidad como sancionadora. La continuación al texto que hemos leído hoy, parece apostar por la opción de “contra mí”, porque Pedro pregunta: “¿cuántas veces tengo que perdonar?” Incluso J. Mateo traduce: “Señor, y si mi hermano me sigue ofendiendo, ¿Cuántas veces le tengo que perdonar? Muy coherente.
La otra versión: “Si tu hermano peca”, Tiene el peligro de que lo  entendamos como una falta abstracta, sin referencia ni a un individuo ni a la comunidad. Esto nos haría perder la perspectiva histórica. La práctica penitencial de los primeros siglos se fue desarrollando en torno a los pecados contra la comunidad, no se tenía en cuenta, ni se juzgaba la actitud personal con relación a Dios, sino el daño que se hacía a la comunidad. La respuesta de la comunidad no juzgaría la situación personal del que ha fallado sino su relación con la comunidad, que tiene que velar por el bien de todos sus miembros.
“Atar y desatar”. Es una imagen del AT muy utilizada ya por los rabinos de la época; aquí se refiere a la capacidad de aceptar a uno en la comunidad o de excluirlo de ella. Así lo entendieron también las primeras comunidades, cuyos miembros eran judíos. El concepto de pecado, como ofensa a Dios que necesita también el perdón de Dios, tal como lo entendemos hoy, aún tardaría siglos en surgir. No podemos entender el texto como un poder conferido por Dios para perdonar las ofensas contra Él.
“Todo lo que atéis en la tierra...” Hace dos domingos, el mismo Mateo decía exactamente lo mismo, referido a Pedro. ¿Cuál de los dos textos estará en la verdad? Solo hay una solución: Pedro actúa como cabeza de la comunidad. En el evangelio de Mateo no se encuentra un solo dato que haga pensar en una autoridad que toma decisiones. Teniendo en cuenta el contexto, podemos concluir, que son las personas individuales las que tienen que acatar el parecer de la comunidad y no al revés, como se nos quiere hacer ver.
“Donde dos estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Dios está identificado con cada una de sus criaturas, pero solo se manifiesta (está en medio) cuando hay por lo menos dos. La relación humana es el único marco para que Dios se haga patente. Hoy sabemos que también las relaciones con los animales e incluso con la naturaleza tienen que ser verdaderamente humanas. Se trata de estar identificados con la actitud de Jesús, es decir, buscando únicamente el bien del hombre, de todos los seres humanos, también de los que no pertenecen al grupo.
Es imposible cumplir hoy ese encargo de la corrección fraterna porque está pensado para una comunidad, y lo que hoy falta es precisamente esa comunidad. No obstante, lo importante no es la norma concreta, que responde a una práctica de la comunidad de Mateo, sino el espíritu que la ha inspirado y debe inspirarnos a nosotros la manera de superar los enfrentamientos a la hora de hacer comunidad.
La comunidad es la última instancia de nuestras relaciones con Dios y con los demás. Insiste en que hay que agotar todos los cauces para hacer salir al otro de su error, pero una vez agotados todos los cauces, la solución no es la eliminación del otro, sino la de apartarlo, con el fin de que no siga haciendo daño a la comunidad. La solución final manifiesta la incapacidad de la comunidad para convencer al otro de su error. Si la comunidad tiene que apartarlo es que no tiene capacidad de integrarlo.
El sentido de la comunidad es la ayuda mutua. La Iglesia debe ser sacramento (signo) de salvación para todos. Hoy día no tenemos conciencia de esa responsabilidad. Pasamos olímpicamente de los demás. Seguimos enfrascados en nuestro egoísmo incluso dentro del ámbito de lo religioso. El fallo más letal de nuestro tiempo es la indiferencia. Martín Descalzo la llamó “la perfección del egoísmo”. Otra definición que me ha gustado es esta: “es un homicidio virtual”. Seguramente es hoy el pecado más extendido en nuestras comunidades.
Cualquier persona que vaya, sin saberlo, por un camino equivocado, agradecería que alguien le indicara su error y le mostrara el verdade­ro camino. Si una persona que camina por la carretera hacia Andalucía, te dice que se dirige a Santander, le harías ver que está equivocado.  Si al hacer hoy la corrección fraterna, damos por supuesto que el otro tiene mala voluntad, (concepto moderno de pecado) será imposible que te acepte la rectifi­ca­ción. Desde esa perspectiva estás dando por supuesto que tú eres bueno y el otro malo.
La corrección fraterna no es tarea fácil, porque el ser humano tiende a manifestar su superioridad. En este caso puede suceder por partida doble. El que corrige puede humillar al corregido queriendo hacer ver su superioridad moral. Aquí tenemos que recordar las palabras de Jesús: ¿Cómo pretendes sacar la mota del ojo del tu hermano teniendo una viga en el tuyo? El corregido puede rechazar la corrección por falta de humildad. Por ambas partes se necesita un grado de madurez humana no fácil de alcanzar.
Partiendo de que todo pecado es un error, lo que falla en realidad es la capacidad de los cristianos para convencer al otro de su equivocación, y que siguiendo por ese camino se está apartando de la meta que él mismo pretende conseguir. Una buena corrección tiene que dejar claro que buscamos el bien del corregido. No solo se aleja él de la plenitud humana sino que impide o dificulta a los demás caminar hacia esa meta. Apartado de los demás, ningún hombre conseguiría el más mínimo grado de humanidad.

Paz y Bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón

Fraternidad Eclesial Franciscana

"No lo permita Dios, Señor. Eso no puede pasarte".

Reflexión domingo 3 de septiembre 2017
«No lo permita Dios, Señor. Eso no puede pasarte».
Mateo 16,21-27

En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. 
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.» 
Jesús se volvió y dijo a Pedro: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas corno los hombres, no como Dios.» 
Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.» Palabra del Señor

Jesús pasó algún tiempo recorriendo las aldeas de Galilea. Allí vivió los mejores momentos de su vida. La gente sencilla se conmovía ante su mensaje de un Dios bueno y perdonador. Los pobres se sentían defendidos. Los enfermos y desvalidos agradecían a Dios su poder de curar y aliviar su sufrimiento. Sin embargo no se quedó para siempre entre aquellas gentes que lo querían tanto.
Explicó a sus discípulos su decisión: «tenía que ir a Jerusalén», era necesario anunciar la Buena Noticia de Dios y su proyecto de un mundo más justo, en el centro mismo de la religión judía. Era peligroso. Sabía que «allí iba a padecer mucho». Los dirigentes religiosos y las autoridades del templo lo iban a ejecutar. Confiaba en el Padre: «resucitaría al tercer día».
Pedro se rebela ante lo que está oyendo. Le horroriza imaginar a Jesús clavado en una cruz. Sólo piensa en un Mesías triunfante. A Jesús todo le tiene que salir bien. Por eso, lo toma aparte y se pone a reprenderle: «No lo permita Dios, Señor. Eso no puede pasarte».
Jesús reacciona con una dureza inesperada. Este Pedro le resulta desconocido y extraño. No es el que poco antes lo ha reconocido como "Hijo del Dios vivo". Es muy peligroso lo que está insinuando. Por eso lo rechaza con toda su energía: «Apártate de mí Satanás». El texto dice literalmente: «Ponte detrás de mí». Ocupa tu lugar de discípulo y aprende a seguirme. No te pongas delante de mí desviándonos a todos de la voluntad del Padre.
Jesús quiere dejar las cosas muy claras. Ya no llama a Pedro «piedra» sobre la que edificará su Iglesia; ahora lo llama «piedra» que me hace tropezar y me obstaculiza el camino. Ya no le dice que habla así porque el Padre se lo ha revelado; le hace ver que su planteamiento viene de Satanás.
La gran tentación de los cristianos es siempre imitar a Pedro: confesar solemnemente a Jesús como "Hijo del Dios vivo" y luego pretender seguirle sin cargar con la cruz. Vivir el Evangelio sin renuncia ni coste alguno. Colaborar en el proyecto del reino de Dios y su justicia sin sentir el rechazo o la persecución. Queremos seguir a Jesús sin que nos pase lo que a él le pasó.
No es posible. Seguir los pasos de Jesús siempre es peligroso. Quien se decide a ir detrás de él, termina casi siempre envuelto en tensiones y conflictos. Será difícil que conozca la tranquilidad. Sin haberlo buscado, se encontrará cargando con su cruz. Pero se encontrará también con su paz y su amor inconfundible. Los cristianos no podemos ir delante de Jesús sino detrás de él.
Paz y Bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana


¿Qué quiso decir Pedro?

Reflexión domingo 27 de agosto 2017
¿Qué quiso decir Pedro?

Mateo 16,13-20

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?» 
Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y ustedes, ¿quién decís que soy yo?» 
Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.» 
Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.» 
Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías.

Palabra del Señor

      San Pablo en la carta a los Romanos, segunda lectura de este domingo, acentúa una dimensión muy importante de nuestro conocimiento de Dios: el hecho de que no conocemos casi nada de él. Es tan inmenso, es tan grande, que su realidad se nos escapa. De él sabemos lo poco que se nos ha manifestado a través de Jesús. ¡Qué insondables sus decisiones! ¡Qué abismo de generosidad! ¿Quién conoció la mente del Señor? Por eso, cuando decimos “Dios” apenas sabemos lo que queremos decir. Sabemos que es “misterio de amor”, pero sobre todo “misterio”.


      Quizás así entendamos un poco mejor el Evangelio de este domingo. Simón Pedro se atreve a ponerle nombre a Jesús, a decir quién es, a definirle: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Pero, ¿qué significan esas palabras? ¿qué significaron para Pedro? Podemos suponer que “Mesías” le recordaba a Pedro las viejas historias de liberación de su pueblo. Para un pueblo como el judío que vivía entonces bajo la dominación romana, liberación no podía tener otro significado que “liberación política”. Por fin, Dios se manifestaba claramente a favor de su pueblo. Eso no significa que Pedro odiase a los romanos, pero ¿no es acaso una legítima aspiración la búsqueda de la libertad tanto de las personas como de los pueblos? Al decir que Jesús era el Mesías, Pedro estaba expresando su fe en un Dios liberador, en un Dios que apoyaba la libertad de su pueblo para tomar sus propias decisiones y ser dueño de su destino. 
      Pero Pedro también dijo de Jesús que era “el Hijo de Dios vivo”. Como Pedro, por razones obvias, no había estudiado el catecismo de la Iglesia Católica, no tendría muy claro el significado de “Hijo de Dios”. Al menos, no tanto como nosotros. Probablemente, lo que quiso subrayar fue la especial relación que notaba entre Jesús y Dios, aquel al que el mismo Jesús llamaba su “Abbá”, su Papaíto. Era una relación especial de amor, de cariño, de entrega mutua. Pero, además, Pedro dice que Jesús es el Hijo de Dios “vivo”. Es otro dato importante a señalar. La vida es lo mejor que tenemos los humanos. Es, posiblemente, lo único que tenemos. Cuando pensamos en Dios, pensamos en la vida, pero no como la nuestra, siempre abocada a la muerte, sino en la Vida en plenitud, para siempre, verdadera. Jesús es el Hijo de Dios “vivo” porque, así lo veía Pedro, era capaz de comunicar vida a los que estaban en torno a él, a los que se encontraba, a sus amigos. 

Paz y Bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana



Una mesa redonda como el mundo

Reflexión domingo 20 agosto 2017
Una mesa redonda como el mundo

Mateo 15,21-28

En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón. 
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» Él no le respondió nada. 
Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando.» 
Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.» 
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: «Señor, socórreme.» 
Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos.» 
Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.» 
Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.» 
En aquel momento quedó curada su hija.  Palabra del Señor

      La llegada a un país extranjero supone siempre grandes dificultades. Los que han tenido que emigrar, lo saben bien. El que llega desconoce generalmente la lengua, los usos y costumbres de la nueva nación. La comunicación se hace muy difícil. Además, en muchas ocasiones, los que viven en el país tienden a mirar al extranjero con desconfianza. Piensan que el recién llegado les viene a quitar lo que es suyo: puestos de trabajo, atenciones sociales, etc. Ven al extranjero, al inmigrante como una amenaza. Por ello, algunos piensan que se les deben negar hasta los más mínimos derechos. Incluso hay quien llega a decir que habría que cerrar las fronteras para que nadie pueda entrar.
      Jesús era judío. Vivió toda su vida en Judea y entre judíos. Pero el evangelio de hoy nos relata su encuentro con una extranjera. Los cananeos no sólo eran extranjeros. Eran gente odiada y menospreciada por los judíos. Además, Jesús pensaba que su misión se dirigía fundamentalmente a los judíos. No había ninguna razón para hacer nada por una cananea. Ella insiste e insiste. Tiene a su hija muy enferma. Jesús comprende su necesidad pero responde que Él ha sido enviado a los judíos. Pero la mujer sigue insistiendo: “Hasta los perros comen las migajas de la mesa de sus amos”. Se sitúa en una posición de total humildad y confianza. Y Jesús no puede hacer otra cosa que atender la petición de la mujer. El mismo Jesús tuvo que aceptar que su misión rompía los límites de las fronteras, razas, culturas y religiones. El amor de Dios se dirige a toda la humanidad sin excepción. No hay nadie despreciable para Dios. Todos están llamados a sentarse a su mesa. Y no como perros sino como hijos.
      Abrir las fronteras, abrir los corazones, y no despreciar a nadie por ser diferente es la gran lección del evangelio de este domingo. Ante Dios no hay nadie diferente. Todos estamos necesitados de salvación, de perdón, de reconciliación. Todos somos hijos e hijas. Y Dios nos sienta a su mesa, como hijos que somos, porque en ella hay sitio para todos. Reconocer a las personas que, cerca de nosotros y de muchas maneras diferentes, gritan como la cananea: “Ten compasión de mí”, acogerlas y sentir con ellas, compartiendo lo que somos y tenemos, es nuestra misión como discípulos de Jesús. Así vamos preparando ya ahora el gran banquete del Reino al que Dios ha invitado a toda la humanidad.

Paz y Bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana


Vivir es confiar...

Reflexión domingo13 agosto 2017
Vivir es confiar...

Mateo 14,22-33

Después que la gente se hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De madrugada se les acercó Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma. 
Jesús les dijo en seguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!» 
Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua.» 
Él le dijo: «Ven.» 
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame.» 
En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: «¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» En cuanto subieron a la barca, amainó el viento.
Los de la barca se postraron ante él, diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios.»

Palabra del Señor
El Evangelio nos plantea hoy el tema de la fe. Y lo hace de una forma muy gráfica, con un ejemplo que todos podemos entender. Creer se parece, de alguna manera, a salir de la seguridad de la barca y arrojarse al agua en medio de la tormenta. Eso es lo que Jesús pide a Pedro que haga. De alguna forma le desafía a que confíe en él. Pero Pedro titubea porque se siente inseguro. Es posible que nosotros muchas veces nos sintamos como Pedro, inseguros. Y que busquemos seguridades que, como Pedro, no vamos a encontrar. 
Es que a veces desearíamos que la fe fuera el resultado de una demostración científica. O bien que hubiese sido un milagro o algo extraordinario lo que hubiese provocado nuestra fe. En el fondo, se supone que la fe nos pone en relación con Dios. Y Dios es considerado en estos casos como un ser lejano, poderoso y en el fondo peligroso para la vida de las personas. Como no nos sentimos seguros frente a él, queremos pruebas convincentes.
La realidad es que la fe brota de la misma actitud básica sobre la que se establece cualquier relación. Un ejemplo bien claro de esto lo encontramos en la relación de amor de una pareja. Ninguno de los dos podrá decir nunca que está absolutamente seguro del amor del otro o de la otra. Él o ella solamente tienen indicios: sonrisas, palabras, caricias, llamadas telefónicas... pero nada más. Esos indicios confirman el amor pero nunca son pruebas concluyentes. Al final, la persona, cada uno, cada una, tiene que dar un paso al frente y confiar. Y fiarse del otro.
Con Dios sucede exactamente igual. No tenemos más remedio que fiarnos de él. Porque no tenemos ni tendremos nunca pruebas concluyentes de su existencia. Solamente tenemos testigos. Un testigo mayor: Jesús, que pasó la vida haciendo el bien, curando a los enfermos y amando a todos los que se encontró por el camino precisamente en nombre de Dios. Él nos dijo que su amor era fruto del amor de Dios, que nos amaba con el mismo amor de Dios y que tenemos que confiar en él. Y tenemos otros muchos testigos. Los muchos hombres y mujeres que le han seguido, que han confiado en él y que han vivido amando y haciendo el bien. Pero no tenemos pruebas matemáticas ni físicas ni químicas de ese amor. Nos tenemos que fiar. En el Evangelio de hoy, Jesús nos invita a echarnos al agua, a vivir sin miedo, confiando en el amor de Dios. Nos invita a creer en Él y confiar en que con Él podemos sortear los peligros de la vida. Porque su amor está siempre con nosotros.
Paz y bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana


La Transfiguración no es un disfraz

Reflexión domingo 6 de agosto 2017
La Transfiguración no es un disfraz

Mateo 17,1-9

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» 
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» 
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no teman.» 
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. 
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que  el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.» Palabra del Señor
      Una de las diversiones que más hemos frecuentado las personas de todas las culturas y de todos los tiempos ha sido el disfrazarnos. Los carnavales, las fiestas de disfraces y tantas otras fiestas populares a lo largo y ancho de todo el mundo. Un esfuerzo permanente para aparentar otra cosa diferente de lo que somos, para contarnos una mentira a nosotros mismos y a los demás, para parecer lo que no somos en realidad y poder vivir con una identidad diferente. 
      Lo que hoy celebramos, la transfiguración de Jesús, tiene algo de fiesta de disfraces. Jesús se les presenta a los discípulos con otro ropaje, con otra apariencia diferente de la que veían en su vida ordinaria. Dice el Evangelio que “su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. Pero hay una diferencia importantísima, fundamental. La transfiguración de Jesús no es una mentira, no fue un momento de asumir una identidad falsa. Nada de eso. Jesús mostró a los discípulos su verdadera identidad. Les abrió su corazón y su ser más allá de las apariencias. 
      Ahí está la diferencia clave. Cuando nosotros nos disfrazamos, lo hacemos para asumir una identidad que no es la nuestra, para vivir por un tiempo en la mentira, para despistar a los demás, para que nos vean de otra manera. Como no somos en realidad. 
      Jesús nos muestra su más auténtico ser siempre. Jesús no se disfraza nunca. Jesús no miente nunca. Jesús es él mismo cuando nos habla del Reino, cuando predica del amor de Dios para todos, cuando se acerca a los enfermos y a los que sufren, cuando predica de la justicia. Siempre y en todo lo que hace nos muestra el ser de Dios, da testimonio de su amor inmenso para con cada uno de nosotros. La transfiguración, lo que sucedió en lo alto de aquel monte no fue sino una forma más de manifestarse, de testimoniar ante los discípulos –y ante nosotros– que Dios es luz y vida y amor para nosotros, que el poder de Dios no es destructor ni vengativo sino que creador de vida, que es perdón y misericordia.
      En aquella montaña alta, lejos de la gente, en un momento de tranquilidad, llenos de esa serenidad que produce la montaña, Jesús abrió el corazón a sus discípulos y éstos pudieron contemplar la hondura del amor de Dios que se les hacía presente en el mismo Jesús. No fue un disfraz. No era una mentira. Era la más profunda realidad de su corazón, lleno del amor de Dios, del que se sabía hijo amado. 
      Los discípulos se quedaron con el recuerdo en su corazón –¡qué difícil contar a veces esas experiencias tan iluminadoras!–. Aquel momento les ayudó a entender mejor a su amigo y maestro. A seguirle en el camino hacia Jerusalén. A amarle, a pesar de sus miserias, de sus limitaciones...
Paz y bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón

Fraternidad Eclesial Franciscana

¿Seguro que hay un tesoro?

Reflexión domingo30 de julio 2017
¿Seguro que hay tesoro?

Mateo (13,44-52):

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra. El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Entienden   bien todo esto?» 
Ellos le contestaron: «Sí.» 
Él les dijo: «Ya ven, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo.» Palabra del Señor
 
    El Reino de los Cielos, dice Jesús, se parece a un hombre que encuentra un tesoro en el campo y vende todo lo que tiene para comprar el campo. Hace una comparación parecida con el comerciante de perlas finas. Tanto el hombre del campo como el comerciante de perlas finas andaban buscando algo. La cuestión que nos podemos plantear es: ¿estamos buscando nosotros algo? ¿Nos creemos de verdad que hay un tesoro escondido o una perla preciosa? Dicho en otras palabras, ¿estamos dispuestos a venderlo todo a cambio de ese tesoro o de esa perla?
      De nuestra sociedad se ha dicho muchas veces que vive en un tiempo de desencanto, de desilusión. Si hubo un tiempo en el que soñamos que otro mundo era posible, hoy parece que a muchos la perspectiva se nos ha hecho más corta y no pensamos sino en cómo sobrevivir, en cómo ir tirando. Nada más. Es como si hubiésemos descubierto que no hay nada por lo que valga la pena “venderlo todo”. Y de hecho no estamos dispuestos a sacrificar nada de lo poco que tenemos. No estamos seguros de que exista ningún tesoro escondido ni ninguna perla preciosa. No estamos seguros de que valga la pena luchar por el Reino de los cielos. ¿Qué reino es ése? Después de años de lucha y de esfuerzo, ¿qué hemos logrado? Nos hemos quedado decepcionados. No hay nada por lo que luchar. ¡Dejémonos de sueños!

      Pero Jesús sigue proponiendo un ideal absoluto. Por el Reino de los cielos vale la pena “dejarlo todo”. ¿Qué es todo? “Todo” es la seguridad económica, la buena fama, las expectativas de la familia. “Dejarlo todo” significa vivir al estilo de Jesús, tratar de actuar como Jesús lo haría, ser portadores y mensajeros del amor de Dios para con los pobres y necesitados de todo tipo. ”Dejarlo todo” significa no guiarse por los criterios egoístas de este mundo, dejar de acaparar y comenzar a compartir, relacionarse con los demás de forma gratuita y no ponerle precio a todo lo que hacemos. Para “dejarlo todo” no hace falta abandonar materialmente a la familia o meterse en un convento. Se puede seguir en el mismo trabajo y vivir en la misma casa. La diferencia es que uno se guía por los criterios del Evangelio para vivir. Entonces se empieza a ser ciudadano del Reino. Se adquiere una nueva identidad: la de hijo/hija de Dios Padre y hermanos en Jesús de todos los hombres y mujeres. 
      Pero para llegar ahí es necesario creer firmemente que hay un tesoro y que ese tesoro es lo mejor que nos podemos encontrar en la vida, que por ese tesoro vale la pena dejarlo todo. Que Dios nos dé discernimiento y sabiduría como a Salomón para conocer lo que es justo y bueno. 
Paz y bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana


En nuestro mundo hay mucho trigo

Reflexión domingo 23 julio 2017
En nuestro mundo hay mucho trigo

Mateo 13,24-43
En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola a la gente: «El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, su enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: "Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?" Él les dijo: "Un enemigo lo ha hecho." Los criados le preguntaron: "¿Quieres que vayamos a arrancarla?" Pero él les respondió: "No, que, al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y, cuando llegue la siega, diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero."»
Les propuso esta otra parábola: «El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas y vienen los pájaros a anidar en sus ramas.»
Les dijo otra parábola: «El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina y basta para que todo fermente.»
Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada. Así se cumplió el oráculo del profeta: «Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré los secretos desde la fundación del mundo.»
Luego dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle: «Acláranos la parábola de la cizaña en el campo.» 
Él les contestó: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será el fin del tiempo: el Hijo del Hombre enviará sus ángeles y arrancarán de su reino a todos los corruptos y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su padre. El que tenga
oídos, que oiga.»


Somos muy conscientes de la existencia de la cizaña en nuestro mundo. Continuamente los medios de comunicación nos ofrecen información de la violencia, muertes, odios y tantos otros signos de la cizaña que crece en nuestra sociedad. Por eso, cuando leemos el evangelio de hoy, enseguida se nos ocurre la aplicación a nuestra vida concreta, enseguida identificamos la cizaña, enseguida ponemos nombres y apellidos. Hasta en nuestra misma familia nos resulta fácil encontrar el garbanzo negro. Pero se nos olvida el lado positivo. 
Es que la parábola, en contra de los pesimismos que nos invaden tantas veces, lo primero que afirma es que hay mucho trigo sembrado. Tanto que vale la pena aguardar al momento de la cosecha para quitar la cizaña. Hay mucha buena semilla sembrada por el hijo del Hombre, como se dice en la explicación que el mismo Jesús hace de la parábola. Esa buena semilla está creciendo en nuestro mundo. Están los que sólo quieren ver la cizaña presente en el campo, pero la realidad es que predomina la buena semilla, el trigo. Si sólo hubiera cizaña, el dueño del campo habría dicho que lo arrancasen todo. No habría ninguna razón para esperar a la cosecha. Algo parecido nos dice Jesús en la parábola de la levadura. Apenas un poco de levadura es capaz de hacer que fermente toda la masa, por mucho que algunos piensen que es imposible. Frente a los que piensan que la manzana podrida estropeará al resto de las manzanas, Jesús –siempre revolucionario– afirma, y espera, que la manzana buena será capaz de transformar al resto. 
Paz y bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón

Fraternidad Eclesial Franciscana