El texto del Evangelio
de hoy recrea la escena de la última cena de Jesús. Son los últimos y decisivos
momentos de la vida del Maestro en compañía de sus discípulos. En el contexto
de la cena Jesús quiso hacer fiesta para celebrar la Pascua Judía.
Esta fiesta era recordar, agradecer y reafirmar la compañía de Dios, que estaba
deseoso de liberarlos de los faraones.
Esta liberación lo realiza desde el centro de su pueblo, un Dios que aporta lo
imposible cuando nosotros damos el paso posible hacia la vida.
El
Maestro organizó la fiesta con sus discípulos e incluso haciendo
participes a otros… “Jesús mandó a dos de sus discípulos y les dijo: Vayan a la
ciudad, y les saldrá al encuentro un hombre que lleva un cántaro de agua.
Síganlo hasta la casa en que entre y digan al dueño: El Maestro dice: ¿Dónde
está mi pieza, en que podré comer la Pascua con mis discípulos? Él les mostrará
en el piso superior una pieza grande, amueblada y ya lista. Preparen todo para
nosotros.»
En lo
central de la celebración nos dejó su memorial, su testamento haciendo
sagrado lo común: en la casa y en la mesa: “Durante la
comida Jesús tomó pan, y después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo
dio diciendo: Tomen; esto es mi cuerpo. Tomó luego una copa con vino, y después
de dar gracias se la entregó; y todos bebieron de ella. Y les dijo: Esto es mi
sangre, la sangre de la Alianza, que será derramada por una muchedumbre”.
Nuestra fe se manifiestaa través de acciones concretas
y el modo de hacer fiesta deja bien claro a cual dios recurrimos para
nuestras celebraciones.
Es por eso que hoy celebramos la solemnidad del
Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Hacemos memoria de Jesús, de su mensaje y de
su presencia entre nosotros. Alabamos al Padre por el don maravilloso que
actualizamos en cada celebración
Eucarística, bajo el impulso del Espíritu.
Jesús hace un gesto
feliz y desconcertante: Una
cena sencilla, con elementos básicos de la Madre Tierra, el producto del trigo,
el jugo de la uva, nos hermanan y hacen de nosotros una gran familia por la fe.
Y es que, hermanos y hermanas, Jesús comprende bien que si no hay comida
compartida, el proyecto del Reino se convierte en un proyecto frustrado. En
Nazaret y en Galilea Jesús supo cómo la comida crea familia y enseñó, a la vez,
como la familia del Reino debe compartir la comida material y espiritual, con
los que pasan hambre en este mundo.
Por ende la festividad de hoy debe motivarnos a
descubrir la importancia del comer juntos en casa, en familia. Estar sentados
juntos alrededor de la mesa, nos hace sentir uno en el Señor. Debemos hacer el
esfuerzo para dejar el ego de lado, comer y platicar al calor del amor del
hogar. Robémosle tiempo al reloj, dejemos la prisa, que nada puede sustituir en
esta vida los momentos que podemos compartir en fraternidad. Estar allí, a la
mesa, nos ayudará a descubrir la importancia de cada uno. Todos somos importantes
y todos hemos de aportar lo que de bueno y limitado tengamos. Esa conciencia de
sentirnos uno es la que nos lanzará a la solidaridad con los pobres del mundo,
tal como lo hizo el Señor con las multitudes hambrientas de Galilea.
Asimismo, estamos llamados a aprovechar el Día del
Señor para ir juntos a la misa, orar y entrar en la órbita de Jesús Resucitado,
que quiere servir en la gran mesa de la Tierra su banquete celestial.
Celebrando juntos la fe fortaleceremos nuestro proyecto familiar y eclesial.
En la celebración de la eucaristía, la “memoria” de
Jesús activa nuestro propio “recuerdo” y favorece nuestra “vuelta a casa” al
“hogar” compartido, recibiéndonos de la fuente de la que estamos saliendo
constantemente y entregándonos e ella en
todas sus manifestaciones.
Jesús
nuestro maestro, nos deja bien claro con su actuar y palabras, cual es el
camino para adorar y servir a Dios Padre: Es el CAMINO COMUNITARIO, donde cada
cual aporta según su carisma, y posibilidades. Donde lo común se
hace sagrado,donde
hay lugar para todos, sin exclusión.
Y el
cristiano no es el que dice Señor, Señor, sino el que se pone el delantal, el
que comparte de su pan y en especial el que se da a sí mismo. Nuestra
presencia, nuestros bienes, nuestros talentos, palabras, escucha, canto, baile,
risas, dolores; nuestras pérdidas y búsqueda puestas en común, son la que
posibilitan que Dios haga el milagro de la multiplicación de bienes y abrazos.
Cuando esto ocurre el tiempo parece eterno, nos despierta paz y verdadera
alegría interior, con el deseo de que se vuelva repetir. Nos hace más personas,
más hermanos; palpamos el misterio de que hay algo sobrenatural en medio de
nosotros, que no está centrado en nuestro ego, ni en ninguna persona, sino en
EL COMPARTIR…
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