Reflexión domingo 24 abril 2016
El
testamento de Jesús…
Juan 13,
31-33a. 34-35
Comienzan las
palabras de despedidas de Jesús, que hemos escuchado en este texto del
Evangelio. Sabemos que todas las palabras son importantes, mucho más éstas, porque
son como las palabras de su testamento. De alguna manera Jesús quiere dejar grabado a fuego
lo esencial. Lo más importante para que sus discípulos de ayer,
nosotros de hoy y los de siempre lo tengamos en cuenta.
Es la víspera de su
ejecución. Jesús está celebrando la última cena con los suyos. Acaba de lavar
los pies a sus discípulos. Jesús dice en voz alta lo que todos están sintiendo:
"Hijos míos, me queda ya poco tiempo
de estar con ustedes".
Les habla con ternura. Quiere
que queden grabados en su corazón sus últimos gestos y palabras: "les doy un mandamiento nuevo: que
se amen unos a otros; como yo los he amado, ámense también entre ustedes. La
señal por la que los todos conocerán que son mis discípulos será que se amen
unos a otros". Este es el testamento de Jesús.
Lo primero que los
discípulos han experimentado es que Jesús los ha amado como a amigos: "No los llamo siervos... a ustedes los
llamo amigos". En la Iglesia nos hemos de querer sencillamente
como amigos y amigas. Y entre amigos se cuida la igualdad, la cercanía y el
apoyo mutuo. Nadie está por encima de nadie. Ningún amigo es señor de sus
amigos.
Por eso, Jesús corta de
raíz las ambiciones de sus discípulos cuando les ve discutiendo por ser los
primeros. La búsqueda de protagonismos interesados rompe la amistad y la
comunión. Jesús les recuerda su estilo: "no
he venido a ser servido sino a servir". Entre amigos nadie se ha de
imponer. Todos
han de estar dispuestos a servir y colaborar.
Esta amistad vivida por
los seguidores de Jesús no genera una comunidad cerrada. Al contrario, el clima
cordial y amable que se vive entre ellos los dispone a acoger a quienes
necesitan acogida y amistad. Jesús les ha enseñado a comer con pecadores y
gentes excluidas y despreciadas. Les ha reñido por apartar a los niños. En la
comunidad de Jesús no estorban los pequeños sino los grandes.
Este evangelio
me ha hecho recordar una cena con amigos que viví hace mucho tiempo, donde el
amor era el motivo del encuentro: una nueva relación había surgido entre ellos
y había que conocer a la persona en cuestión. También había allí unos amigos a
los que yo había acompañado en la etapa del noviazgo y otros con distintas
experiencias, con más o menos éxito, en este mundo del amor. Todos los que
estábamos allí habíamos conocido el amor, de una u otra manera, y todos
teníamos claro que eso había cambiado nuestras vidas, o por lo menos las había
orientado hacia un rumbo muy concreto. Este cambio, esta transformación, este rumbo… lo había
provocado el amor.
También he conocido a otras personas que
me han dicho que “se les ha acabado el amor”,
cosa que yo nunca me he terminado de creer, porque pienso que el amor verdadero
nunca se acaba. Este (para mí) mal llamado “amor” ha llevado a situaciones
difíciles, a rupturas, a enfrentamientos, a momentos dolorosos que nadie desea
vivir, pero que a veces la vida nos trae. Lo que sí que es verdad es que el
amor lleva, en ocasiones, a vivir momentos y situaciones dolorosas, eso que
hemos querido expresar cuando decimos que “el amor
duele”, porque en el amor hay también una gran dosis de desprendimiento,
de renuncia, de despojarse… en definitiva, de entrega.
Estos hechos y situaciones, que seguro todo
hemos vivido, tal vez en primera persona o tal vez en personas cercanas, me dan pie para
hablar del verdadero amor. Y para mí, la referencia fundamental es
Jesús de Nazaret. Él nos dice hoy que su amor es nuevo,
un amor inaudito, insólito, asombroso, increíble, sorprendente, inconcebible,
extraordinario, admirable… porque así es el amor que Dios nos tiene a cada uno.
“Ámense…
como yo los he amado”. Y Jesús nos ha amado como el Padre le ha
amado a Él, sin medida, sin condiciones, sin límites… hasta dar la vida. Esa es
la gran novedad del mandamiento del amor. El listón está puesto a la altura de
Dios y sólo hay una manera de alcanzarlo: “nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus
amigos”.
Ese amor, así de extraordinario y de
exigente, se convierte en la señal distintiva de los seguidores de Jesús y en
la referencia para amarnos entre nosotros, tanto en las relaciones familiares,
como de amistad y de pareja. Porque viendo como Jesús ama, nosotros aprendemos
a amar. Y viendo como Jesús vive en comunión con su Padre Dios, así aprendemos
también nosotros a vivir en comunión unos con otros, a vivir en fraternidad y a
amarnos de esta misma manera, como hermanos, como de la familia.
Pero, al mismo tiempo, el amor es la señal y también el compromiso
pendiente de los discípulos de Jesús. El
amor es el compromiso pendiente entre los cristianos, en nuestras
comunidades, en la Iglesia. Y también en la sociedad y en el mundo. Porque
también somos miembros de la gran familia humana y aquí nos ha puesto Dios para
amarnos, en este lugar concreto y en este momento de la historia y de la vida,
y con estas personas que tenemos alrededor.
Sabemos dónde está el listón, sabemos cómo
amar, tenemos experiencia de ese amor de Dios y también del amor entre
nosotros, y tenemos el ejemplo y la vida de Jesús de Nazaret, que dio su vida
por amor a nosotros, y que cada vez que celebramos la Eucaristía lo
actualizamos. Solo falta que nos lo tomemos en serio, cada día más. “Hemos
conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1Jn 4,16). Esa es la
experiencia misionera que la primera Iglesia vivió con fuerza y transmitió.
El amor verdadero lo transforma todo y
lo hace nuevo. Vamos a vivirlo y a compartirlo con intensidad entre
nuestros hermanos, especialmente entre los más necesitados, que son a los que
más ama Dios.
Paz y bien
Fraternidad
Eclesial Franciscana
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