Reflexión domingo 6
septiembre de 2015
Dejarnos tocar
Marcos
7,31-37
Es necesario poner atención a cómo Jesús invoca al Padre y pronuncia con
fuerza: ¡Effetá!, una sola palabra que resume la necesidad del sordomudo, abrir
sus oídos y habilitar su lengua para entenderse con sus semejantes.
Aquí hay un claro deseo y búsqueda de la curación que Cristo puede
ofrecer: Le presentan un sordomudo y piden que le imponga las manos. Esto es
abrirse a una nueva posibilidad, a una nueva realidad. Algo que generará una
vida muy distinta a la que venía llevando el que se pone delante de Jesús.
Podría ser, si me permiten, el que decide aparecer en el espejo y descubrir lo
que nunca supo.
Pensando en nuestra realidad actual, ¿cuántos sordomudos andamos por el
mundo sin darnos cuenta de que lo somos y que necesitamos buscar a Jesús para
que nos “ABRA” la capacidad de escuchar y hablar correctamente, para
comunicarnos con amor y así poder vivir los valores del evangelio que nos
conduzcan a crear un ambiente justo y fraterno?
Cuánta falta nos hace tomar
conciencia y pedir a Jesús que nos ABRA la mente y el corazón para poder
comprometernos a luchar por las causas justas que día a día conocemos y
escuchamos a través de los medios de comunicación, de nuestras amistades o en
nuestras familias.
Qué urgente y necesario es que
podamos percibir las falencias de nuestro entorno y así poder actuar en
consecuencia para mejorar las situaciones que se presentan cada día por la
falta de generosidad, solidaridad y sensibilidad.
Valoro más la comunicación personal
donde el hablar y escuchar “cara a cara” es fundamental para la comprensión, el
respeto y la estabilidad emocional de todos los miembros de la sociedad. Por
supuesto, no puede faltar el intercambio de experiencias de fe y de crecimiento
espiritual para trasmitir toda la riqueza que cada uno posee, gracias a los
dones que generosamente nos ha concedido nuestro Padre, empezando por la
capacidad de hablar y escuchar correctamente.
El Hijo de Dios viene a traer una
nueva libertad y vida. Abre lo que está cerrado, quita la imposibilidad, y
causa admiración a todos lo que han visto el milagro. Viene a poner un orden
nuevo, según lo que Dios ha pensado para la humanidad. Y esta oferta también
está al alcance de nuestra mano. Podremos llegar a oír perfectamente, y hablar
aún mejor, si así lo deseamos. Es que podemos estar sufriendo una sordera
asombrosa, a pesar de estar convencidos de que nuestro oído y lengua funcionan
sin problemas. Y la prueba estará en ver si últimamente hemos escuchado acerca
de realidades de nuestros hermanos como la falta de amor, el egoísmo, la
insolidaridad, la pobreza, el sufrimiento, el llanto, los gritos, el dolor, la
indiferencia, la incapacidad para el encuentro cálido y sincero, la
desconfianza, el hambre, y no hemos hecho nada por cambiarlo. Esto indica que
más bien estamos cerrados, sordos e incapacitados, para una vida renovada en
Dios.
Necesitamos, por lo tanto, que venga
Jesús, imponga sus manos, y toque con sus dedos en nuestras orejas, para
quitarnos la sordera que no nos deja escuchar y hacernos consciente de la
necesidad del que tenemos al lado. Aunque en esto, siempre está la posibilidad
de acogernos a un refrán: No hay mejor sordo que el que no quiere oír. Y ese es
el mayor peligro que podemos correr. Tal vez porque con nuestros propios
asuntos y preocupaciones tenemos más que suficiente. Entonces –decimos– que de
esas cosas se ocupen los que lo tienen que hacer. Para eso pagamos nuestros
impuestos y colaboramos con tal o cuál ONG. Aunque esto, tal vez, no sea
suficiente, porque también se verá, al final de la historia, cuántos vasos de
agua hemos dado al sediento.
Y si decidimos arriesgar y ponernos
delante de Jesús, delante del espejo, y esperar, creyendo, que él nos puede
curar, no sólo escucharemos con claridad, sino que por fin podremos hablar con
verdad y vida. Es que aquél que es curado de la sordera ha abierto el canal por
donde Dios habla directamente. Así nos llenaremos de Él, y empezaremos a
hablar de lo que nos vaya contando. Las personas de Dios, los buenos y
misericordiosos, los que aman con un corazón puro, son los que pueden hablar
con franqueza, con verdad, con amabilidad, los pacíficos, porque dicen lo que
han escuchado y tienen dentro: Hablan de Dios, y lo expresan en actos concretos
que evidencian esa caridad de la que están empapados. Entonces podríamos
preguntarnos: ¿De qué hablamos? ¿De qué hablan nuestros actos? ¿Qué temas nos
ocupan? ¿Cómo son nuestras expresiones? ¿Son bendiciones o maldiciones, ayuda o
puños cerrados?
Si oímos y hablamos bien, y sentimos
la necesidad de ocuparnos del que está sufriendo, y lo hacemos, es que
escuchamos y hablamos de Dios
Hoy se nos invita a no encerrarnos en nosotros mismos. Cuando no escuchamos, vivimos enroscados en nuestra soberbia u orgullo o en nuestro egoísmo. Nos volvemos a-dictos: no hablamos, no nos interesan los demás ni que nadie se meta en nuestra vida. No queremos hablar de nuestros problemas y estos se agrandan y agrandan…
Hoy se nos invita a no encerrarnos en nosotros mismos. Cuando no escuchamos, vivimos enroscados en nuestra soberbia u orgullo o en nuestro egoísmo. Nos volvemos a-dictos: no hablamos, no nos interesan los demás ni que nadie se meta en nuestra vida. No queremos hablar de nuestros problemas y estos se agrandan y agrandan…
Por eso, muchas de nuestras sorderas necesitan ser tocadas por Jesús,
necesitan escuchar la voz de Dios que “habla” por la lectura de su Palabra, que
leo con mis ojos. Así se soltará nuestra lengua para hablar, para socializar,
para dejar de pensar en uno mismo, para abrirnos a los demás, para “ver” su
vida y darnos cuenta que no todo pasa por la nuestra y nuestras necesidades.
Que Jesús nos toque, que abra nuestros oídos, que podamos tener un
corazón que escuche y que hable a través de buenos gestos y de las buenas obras
de cada día.
Effetá, ¿qué sordera cura Jesús hoy en mí?
Paz y bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón
Fraternidad eclesial Franciscana
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