Reflexión
domingo 13 de diciembre 2015
Convencimiento
vivencial…
Lucas 3,2b-3.10-18
El
evangelio continúa con la predicación de Juan Bautista. Hoy podemos ver mejor las coincidencias y las
diferencias con Jesús. La conclusión a la que llegan ambos, es la misma:
preocuparse por los demás según la situación de cada uno. La motivación cambia
radicalmente.
Según
Juan, hay que hacer todo eso para escapar del juicio de Dios. Para Jesús, hay
que obrar así porque debemos responder a Dios que es amor y nos trata con total
generosidad. Reconocer lo que Dios es para nosotros, nos obliga a ser como Él.
¿Qué tenemos que hacer? La
pregunta es una prueba de la sinceridad de los que se acercan a Juan. Con
cuatro pinceladas marca Juan la necesidad de cambiar la manera de pensar y de
actuar.
Tres
versículos antes, llaman 'raza de víboras' a los que cumplían escrupulosamente
con los ritos y las leyes, pero se olvidaban completamente de los demás. Como
Jesús, Juan no quiere saber nada de lo que se cocina en el templo ni del cumplimiento
minucioso de las normas legales. La religiosidad que no llega a los demás no es
la religiosidad que Dios quiere. En esto coincide totalmente con Jesús.
El
Bautista, desde la perspectiva de una religiosidad judía, pide a los que le
escuchan una determinada conducta moral para escapar de Dios. Esa conducta no
se refiere al cumplimiento de normas legales, como hacían los fariseos (esto es
ya un avance sobre la religiosidad oficial) sino a manifestar la preocupación
por los demás. En ningún caso hace alusión a la religión, lo que pide a todos
es mejorar la convivencia humana.
El
evangelio de Jesús propone una motivación distinta. El objetivo no es escapar a
la ira de Dios sino en tener actitud de entrega. Jesús nos invita a descubrir
el amor que es Dios dentro de nosotros y en consecuencia, dedicarnos a obrar
conforme a las exigencias de esa presencia.
Para
el Bautista, la aceptación de Dios depende de lo que nosotros hagamos. El
evangelio nos dice que la aceptación por parte de Dios es el punto de partida,
no la meta. Seguir esperando la salvación de Dios, es la mejor prueba de que no
la hemos descubierto dentro y seguimos anhelando que nos llegue de fuera.
El
pueblo estaba curioso. Una bonita manera de indicar una actitud de espera que
les saque de su situación angustiosa. Todos esperaban al ansiado Mesías y la
pregunta que se hacen tiene pleno sentido. ¿No será Juan el Mesías? Muchos así
lo creyeron, no solo cuando predicaba, sino también mucho después de su muerte.
La
explicación que da a continuación (yo no soy el Mesías) no es más que el
reflejo de la preocupación de los evangelistas por poner al Bautista en su
sitio; es decir, detrás de Jesús. Para ellos no hay discusión posible. Jesús es
el Mesías. Juan es solo el precursor.
La
seguridad de tener a Dios en mí, no depende de mí perfección. Es anterior a mi
propia existencia y depende sólo de Él. El no tener esto claro nos hunde en la
angustia y terminamos creyendo que sólo pueden ser felices los perfectos,
porque sólo ellos tienen asegurado el amor de Dios.
Con
esta actitud estamos haciendo un dios a nuestra imagen y semejanza; estamos
proyectando sobre Dios nuestra manera de proceder y nos alejamos de las
enseñanzas del evangelio que nos dice exactamente lo contrario.
Dios
no forma parte de mi ser para ponerse al servicio de mi contingencia, sino para
arrastrar todo lo que soy, a la trascendencia. La vida espiritual no puede
consistir en poner el poder de Dios de parte de nuestro falso ser, sino en
dejarnos invadir por el ser de Dios y que él nos arrastre hacia el absoluto.
La
dinámica de nuestra religiosidad actual es absurda. Estamos dispuestos a hacer
todos los "sacrificios" y "renuncias" que un falso dios nos
exige, con tal de que después cumpla él los deseos de nuestro falso yo.
La
verdad es que no hemos aceptado la encarnación ni en Jesús ni en nosotros. No
nos interesa para nada el "Emmanuel" sino que Jesús sea Dios y que
él, con su poder, potencie nuestro ego.
Lo
que nos dice la encarnación es que no hay nada que cambiar, Dios está ya en mí
y esa realidad es lo más grande que puedo esperar. Si cambiara algo, tendría
que ser necesariamente a peor; porque Dios nos ha dado ya lo mejor.
Ésta
tenía que ser la causa de nuestra alegría. Lo tengo ya todo. No tengo que
alcanzar nada. No tengo que cambiar nada de mi verdadero ser. Tengo que
descubrirlo y vivirlo. Mi falso ser se iría desvaneciendo y mi manera de actuar
cambiaría. En Jesús lo hemos visto claro. Debemos descubrirlo también en
nosotros.
Estamos
engañados cuando esperamos encontrar la salvación en la satisfacción de deseos
referidos a nuestro falso ser. Satisfacer las exigencias de los sentidos, los
apetitos, las pasiones nos proporcionará placer, pero eso nada tiene que ver
con la felicidad. En cuanto deje de dar al cuerpo lo que me pide, responderá
con dolor y nos hundirá en la miseria.
Removemos
Roma con Santiago para que Dios no tenga más remedio que darnos la salvación
que le pedimos. Muchos, en nombre de la religión, han puesto precio a esa
salvación: si haces esto y dejas de hacer lo otro, tienes asegurada la
salvación que deseas.
Pensando
en una salvación material para el más acá o en una salvación para potenciar mi
"ego" en el más allá, nos estamos engañando y estamos intentando lo
imposible.
El
reconocimiento de Dios, del que hablamos, no es racional ni discursivo, sino
vivencial y de experiencia. Ésta es la mayor dificultad que encontramos en
nuestro camino hacia la plenitud. Nuestra estructura mental cartesiana, no nos
permite valorar otros modos de conocimiento. Estamos aprisionados en la
racionalidad que se ha alzado con el santo y la limosna, y nos impide llegar al
verdadero conocimiento de nosotros mismos.
Así
permanecemos engañados creyendo que somos lo que no somos. Pidiendo incluso a
Dios, que potencie nuestro falso ser, porque creemos que ahí está nuestra
salvación.
La
alegría de la que habla la liturgia de hoy, no tiene nada que ver con la
ausencia de problemas o con el placer que me puede dar la satisfacción de los
sentidos. La alegría no es lo contrario al dolor o al sufrimiento. Las
bienaventuranzas lo dejan muy claro.
Si
fundamento mi alegría en que todo me salga a pedir de boca, estoy entrando en
un callejón sin salida. Mi parte caduca y contingente termina fallando siempre.
Si me empeño en apoyarme en esa parte de mi ser, el fracaso está asegurado.
Cuando el dolor produce tristeza es que no lo estamos asumiendo desde la
perspectiva de Jesús.
La
respuesta que debemos dar hoy a la pregunta: ¿qué debemos hacer?, es muy
simple: Compartir. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? Tengo que adivinarlo yo. Ni
siquiera la respuesta de Juan nos puede tranquilizar, pues en la realización de
una serie de obras puede entrar en juego la programación y entonces nos
tranquilizará solo en parte.
No
se trata de hacer esto o dejar de hacer lo otro, sino de fortalecer una actitud
que me lleve en cada momento a responder a la necesidad concreta del otro que
me necesita.
Se
trata de que desde el centro de mí ser, que es lo verdaderamente humano, fluya
humanidad en todas las direcciones. Que todo mi ser se mueva desde la
perspectiva del amor.
La
salvación, hoy como ayer, consiste en un convencimiento vivencial de lo que
significa ser humano. No alcanzaré mayor grado de humanidad por ponerme nuevos
capisayos (obras buenas, oraciones...), sino por dejar que fluya, desde dentro,
mi verdadero ser.
No
tengo que entrar en la dinámica de una programación para llegar a ser. Tengo
que descubrir lo que soy para actuar como lo que realmente soy. Sólo sacando
fuera lo que tengo dentro iré alcanzando paso a paso, mayores cotas de
humanidad.
Lo
que hago tiene que ser una exigencia de lo que soy. El obrar sigue al ser, no
al revés.
PAZ Y BIEN
Hna. Esthela Nineth Bonardy
Cazón
Fraternidad Eclesial
Franciscana
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