Reflexión domingo 4 de
diciembre 2016
“En el desierto”
Mt 3,1-12
En este segundo domingo de Adviento, los profetas Isaías y Juan tienen
la palabra. La palabra de un profeta nunca es fácil de aceptar porque obliga
a cambiar, y eso no nos gusta nada a los seres humanos.
El profeta es el hombre que ve un poco más allá, o más hondo que el
resto de los mortales. Esa ventaja nace de su postura escudriñadora. No se
contenta o no le gusta lo que ve a su alrededor y busca algo nuevo. Esa novedad
la encuentra entrando dentro de sí y viendo las exigencias que a todo ser
humano le reclama su verdadero ser.
El profeta no es un portavoz enviado desde fuera; es siempre un
explorador del alma humana que tiene la valentía de advertir a los demás de lo
que ve. En esto consiste la revelación. Dios se revela siempre y a todos; solo
algunos lo ven.
El evangelio del hoy, leído con las nuevas perspectivas que nos da la interpretación,
nos puede abrir increíbles cauces de reflexión. Es un alimento tan condensado,
que necesitaría horas de explicación (di-solvente para convertirlo en
digerible).
El grave problema que tenemos es que lo hemos escuchado tantas veces,
que es casi imposible que nos mueva a ningún examen serio sobre el rumbo de nuestra
vida. Y sin embargo, ahí está el revulsivo. Pablo ya nos lo advierte: “La
Escritura está ahí para enseñanza nuestra”,
“En aquellos días”. Este comienzo es un
intento de situar de manera realista los acontecimientos y dejarlos insertados
en un tiempo y en un lugar aunque indeterminados. Jesús ya tenía unos treinta
años y estaba preparado para empezar una andadura única. Sin embargo, los
cristianos descubren que los primeros pasos los quiere dar de la mano del único
profeta que aparecía en Israel desde hacía más de trescientos años.
“En el desierto”. La realidad nueva que se anuncia, aparece
fuera de las instituciones y del templo, que sería el lugar más lógico, sobre
todo sabiendo que Juan era hijo de un sacerdote. Esto se dice con toda
intención. Antes incluso de hablar del contenido de la predicación de Juan, nos
está diciendo que su predicación tiene muy poco que ver con la religiosidad
oficial, que se había alejado del verdadero Dios.
“Conviértanse, porque está cerca el reino de Dios”. Está claro que se trata de una idea eminentemente cristiana, aunque se
ponga en boca del Bautista. Es exactamente la frase con que, en el capítulo
siguiente, comienza su predicación el mismo Jesús. Sin duda quiere resaltar la
coincidencia de la predicación de ambos, aunque más adelante deja claro las
diferencias.
Convertirse no es
renunciar a nada ni hacer penitencia por nuestros pecados. Convertirse, en
lenguaje bíblico, es cambiar de rumbo en la vida. Vamos
por un camino equivocado y tenemos que cambiar de dirección. Convertirse es
elegir lo que es mejor para mí, por lo tanto no lleva consigo ninguna renuncia,
sino el claro discernimiento de lo que es bueno.
Mateo proclama el mensaje incluso antes de presentarnos al
personaje. Es ya toda una insinuación de qué es para él lo importante.
“Llevaba un vestido de piel de camello”. La
descripción del personaje es concisa pero impresionante. Su figura es ya un reflejo
de lo que será su mensaje, desnudo y sin adornos, puro espíritu, pura esencia.
¡Qué bien nos vendría a los predicadores de hoy un poco más de
coherencia entre lo que vivimos y lo que predicamos! Esa falta de coherencia es
lo que denuncia a continuación en los fariseos y saduceos.
Juan es uno que no se amolda en nada a la manera religiosa de vivir de
la gente normal. Ni come ni viste ni vive, ni da culto a Dios como los demás.
“Acudía a él toda la gente.” La
respuesta parece que fue masiva. Se proponen dos ofertas de salvación: la
oficial, en el templo de Jerusalén y la protestante en el desierto. La gente se
aparta del templo y busca la salvación en el desierto, junto al profeta. La
religión oficial se había vuelto inútil: en vez de salvar, esclavizaba. Más
tarde el evangelista llevará a toda esa gente a Jesús, en quien encontrará la
salvación definitiva.
“Den el fruto que pide la conversión”. A los
fariseos y saduceos, Juan les pide autenticidad, de nada sirve engañarse o
engañar a los demás. Los fariseos y los saduceos eran los dos grupos más
influyentes en tiempo de Jesús. También van a bautizarse. Las instituciones
opresoras tratan por todos los medios de domesticar ese movimiento inesperado,
pero reciben la diatriba de Juan.
Este punto merece un examen más detallado. Eran los dos grupos que se
tenían como modelo de espiritualidad.
- Los fariseos, conocedores y cumplidores de todas las normas y preceptos. Cumplían más de lo que estaba mandado, por si acaso.
- Los saduceos eran el alto clero y los aristócratas, es decir los que estaban más cerca del templo y de la religión.
Resulta que éstos son los que tienen que convertirse. ¿De qué? Aquí está
el problema. Un cumplimiento escrupuloso de la Ley, compatible con una
indiferencia e incluso desprecio por los demás, es contrario a lo que Dios
espera. Estar todos los días trapicheando
en el templo no garantiza ni el servicio a Dios ni el amor a los hombres. La
fidelidad a Dios exige la fidelidad al hombre.
La conclusión es demoledora. Ninguna religiosidad que prescinda del
hombre puede tener sentido, ni entonces ni ahora. Los seres humanos somos muy
propensos a dilucidar nuestra existencia relacionándonos directamente con Dios,
pero se nos hace muy cuesta arriba el tener que abrirnos a los demás.
Nos cuesta aceptar que lo que me exige Dios (mi verdadero ser) es que
cuide del otro. Si pudiéramos quitar esta exigencia, todos seríamos buenísimos.
Pero ese Dios, con el que nos relacionamos prescindiendo del otro, resulta que
es un ídolo.
Convertirse no es
arrepentirse de los pecados y empezar a cumplir mejor los mandamientos. No se trata de dejar de hacer esto y empezar a hacer lo otro. No
podemos conformarnos con ningún gesto externo. Se trata de hacerlo todo desde
la nueva perspectiva del Ser. Se trata de estar en todo momento dispuesto a
darme a los demás,
“No se hagan ilusiones, Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas
piedras.” Ni considerarse un pueblo elegido, ni la
pertenencia a una élite religiosa privilegiada es garantía ninguna de
salvación. Todas las religiones terminan cayendo en esta trampa: “fuera de la
Iglesia no hay salvación”. La verdadera salvación, ni la dan las religiones ni
puede estar mediatizada por ellas. Es un don directo de Dios a todos los seres
humanos.
Estamos ante el primer signo de apertura a todos los pueblos. Lo que
cuenta para Dios no es la pureza de sangre ni el cumplimiento de una Ley ni la
práctica de un determinado culto, sino la actitud vital del hombre hacia el
hombre. También aquí deberíamos hacer una profunda reflexión los “cristianos de
toda la vida”.
“Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego.” Naturalmente, se trata de otra idea absolutamente cristiana. Juan está
hablando de un bautismo distinto y superior al suyo.
Toda salvación es siempre realizada por el Espíritu. No está hablando
propiamente del “Espíritu Santo”, sino de la fuerza de Dios que capacita a
Jesús y a todo el que “se bautice en él”, para desplegar todas las
posibilidades de ser humano.
El bautismo de entonces y el de ahora, no es más que un signo de una
Realidad que ya está en lo hondo de nuestro ser. El signo, como todos los
signos, son solo indicadores de la Realidad. La Realidad en que se funda
nuestro ser no es otra que el mismo Dios.
El anuncio del Reino no se puede separar de la “conversión”. El Reino lo
tenemos que hacer presente nosotros. Yo tengo que crear en mi entorno ese
ámbito en el que reine al amor, con mis actitudes para con los demás en todas
las relaciones humanas.
Paz y bien
Hna, Esthela Nineth
Bonardy Cazon
Fraternidad Eclesial
Franciscana
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