Reflexión domingo 12 de junio 2016
LA MUJER QUE AMÓ MUCHO
Lc 7,36 -8,3
Este relato lo narran los cuatro
evangelistas, aunque con detalles muy diferentes. Es un relato clave en los
evangelios, porque nos demuestra con un hecho concreto, la actitud de Jesús
para con los pecadores; pero también la actitud de aquellos fariseos cumplidores,
que no eran capaces de ver más allá de sus narices o mejor, más allá de lo que
manda la Ley. Hoy no se necesita mayores exégesis, porque el mensaje está muy claro.
La clave está en mirar con cuidado los
personajes que manifiestan sus actitudes a través del relato. La
pecadora, Jesús, el fariseo y
los comensales.
Para entender mejor, escuchémosle a ella.
Soy
otras de las muchas mujeres anónimas. Como la historia no guarda memoria de mi
nombre, me han confundido con María Magdalena, con María de Betania, hermana
Marta y Lázaro (Jn12,1-8) y con otra María (Mc14,3-9) que también ungió a
Jesús pero no los pies, como yo, sino su cabeza.
Yo
conocía a Jesús desde hacía algún tiempo, le había oído hablar muchas veces,
sabia de su cordial cercanía y acogida a las mujeres y hombres pecadores,
enfermos, niños y a todos los marginados de mi tiempo. Era consciente de que
eso le estaba costando el desprecio de los fariseos hacia solo unos días que
había oído decir con ironía, antes los emisarios que le envió a Juan el
bautista para saber si ÉL era o no era el Mesías: “Ve e informa a Juan de lo que han visto y oído:
los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, a los pobres se
les anuncia la buena noticia y dichoso el que no se escandaliza de mí” (Lc7,
23) pero sí se escandalizaban y lo criticaban. El profeta galileo lo sabía y un
poco antes de que yo me atreviese a hacer el gesto loco que hice, acababa de
decir: (llego Juan bautista, que no comía y no bebía, y dijeron: tiene un
demonio dentro; y ha llegado el Hijo de hombre, que come y bebe, y dicen: ¡vaya
es un comilón y un borracho, amigos de recaudadores y descreídos!) (Lc7, 34).
Todo esto bullía en mi
corazón y me conmovía profundamente. Yo quería agradecerle
lo que hacía por nosotras, las personas que estábamos marginadas porque a mí me
llamaba “la pecadora”. Ya ves, un hombre público es una persona
importante, significativa socialmente; una mujer “pública” es una prostituta,
para que quede claro que el calificativo de público le compete a ellos,
porque cuando se nos adjudica a
nosotras, es para des-calificarnos.
Simón
el fariseo, había invitado a comer a Jesús; él podía porque tenía dinero,
prestigio, fama. Él era “justo” correcto, “puro”; yo una mujer deshonrada,
ritualmente impura, manchada y que mancho todo lo que toco. Sé que así estoy
considerada y eso me retiene. Yo también quería invitar a Jesús, hablar con Él,
agradecerle lo que hace por nosotras las mujeres “pecadoras” que nos
prostituimos con hombre “puros” y “cumplidores”.
Era
un banquete festivo, por supuesto solo para hombres de categoría
Invitados por Simón que estaban ya sentados a
la mesa. Yo quería entrar, a mí nadie me había invitado, pero yo deseaba
ardientemente expresarle mi amor, agradecerle cómo era Él. Sabía en lo profundo
de mi corazón que no me iba a rechazar pero temía que no me dejasen pasar.
Para
los comensales, yo solo era una mujer con una etiqueta. Ellos son incapaces de
mirar mi persona, están imposibilitados para leer mi corazón transformado por
ese Hombre. Yo solo deseaba acercarme, pedirle perdón, expresarle mi amor para
poder empezar una vida nueva.
Mi corazón deseaba
ardientemente encontrarse con Jesús y vi la ocasión adecuada en el banquete que
Simón organizaba en su casa, ya que yo no podía hacerlo en la mía.
De
prisa con un frasco lleno
de perfume irrumpí en la sala del banquete. Sentí los rostros de los hombres
que clavaban en mí su mirada, pero yo solo tenía ojos para Jesús y con el
corazón latiéndome precipitadamente me arrojé a sus pies. Él estaba reclinado
sobre la mesa y tenía los pies hacía atrás.
Me
puse en el suelo. Él estaba arriba y yo abajo y desde ahí comencé a decirle con
mi cuerpo, todo lo que llevaba en el corazón mi amor y mi gratitud a través de
mis gestos.
Tomé
sus pies entre mis manos yo la impura, la que no podía tocar porque contaminaba
al Maestro, acababa de entender que transgredí la ley. Dentro de mi corazón sé
que no estaba sucia ni que estaba manchando a Jesús pero también era consciente
de lo que estaban pensando los comensales de mí y de Jesús. Él se dejaba
hacer y yo continuaba con mi lenguaje de
amor, y besándole los pies con una profunda ternura, las lágrimas surcaban a
raudales mis mejillas. No podía creer que pudiera estar ahí expresando mi
profundo amor y arrepentimiento. Yo no quería vivir la vida que vivía, vacía de
amor, vendiendo mi cuerpo desde que alguien me había hecho sentir valiosa por
mí misma. Por eso le quería expresar mi agradecimiento.
Bañe
sus pies con mis lágrimas, que limpiaban sus pies pero sobre todo que me
limpiaban a mí, me purificaban, Él no decía nada, acogía mi gesto de amor y mi
gratitud crecía por momentos, mientras que la mirada de todos iba taladrándome.
Entonces me arriesgué a hacer otro gesto aún más insólito: me solté el cabello
y le sequé los pies. Soltarse la melena delante de los hombres en mi cultura es
un gesto provocador, de un enorme atrevimiento, un acto así era suficiente para
que un esposo considere adúltera a su esposa y sólo con ello podía pedir el acta de divorcio por transgredir la ley
del recato y la pureza.
Jesús
de nuevo se dejó hacer por lo que termine ungiendo sus pies con el perfume
que llevaba en mis manos. Era toda mi riqueza, había gastado en el mucho
dinero pero todo se lo merecía el Nazareno y yo disfrutaba de la experiencia.
Con los pies de Jesús en mis manos, el perfume tenía otro olor, el de su piel
que, al contacto con el perfume, lleno la sala y me olvide de todos los
comensales.
Jesús
me estaba hablando sin palabras como yo lo estaba haciendo también desde mi silencio. Sabía y
sentía que al fin estaba haciendo lo que
más había deseado mi corazón: acoger al Maestro en mi casa, en la casa de mi
cuerpo.
Simón
estaba furioso, no tanto por lo que yo hacía, cuanto por lo que estaba haciendo
Jesús, que permitía, consentía mi acción y eso era para el fariseo la señal más
clara de que Él no era un profeta. A mí ya me había descalificado y ahora lo
descalificaba a Él: “si fuera un profeta sabría quién es la mujer que le está
tocando y que clase de mujer es: “una pecadora”
(v.39).
Al
fin Jesús rompió el silencio que se masticaba y se dirigió a Simón por su
nombre. Él se puso a la escucha y Jesús empezó a narrar una parábola que
aparentemente nada tenía que ver con lo que estaba pasando, hablaba de deuda y
de un prestamista que las perdonaba: ¿Quién le amará más? Se había cambiado el
registro y Jesús hablaba de amor no de cuantías perdonadas. Ése era siempre su
lenguaje, ése era el centro de su vida: el amor. Eso era para Él lo nuclear
de la existencia y por eso preguntaba.
Comprendí
entonces lo que estaba pasando y las lágrimas saltaron cada vez con más
abundancia sobre mis mejillas y más le bañe los pies con ellas.
Jesús
en medio del banquete rompió su silencio. Yo escuchaba ávida, sin saber que iba
a decir consciente de cómo nos miraba Simón a mí y a Él. Sabía que algo iba a
pasar y estaba expectante. Jesús comenzó a hablar, una vez más, en parábolas en
este caso hablaba de dos personas que debían dinero a un prestamista, con
cuantía muy diferente y ambos eran perdonados. Esto llevo a Jesús a preguntar a
Simón: ¿Cuál de ellos le amará más? Simón acertó en su contestación: “supongo
que aquel a quien le perdono más, Jesús
le dijo: has juzgado correctamente” (v.43) en ese momento dejó la
parábola para aplicarla a la realidad.
Jesús
se volvió a mí y me miró. En esa mirada cómplice nos comprendimos sin palabras.
Acababa de equipararnos a los dos. Indirectamente Jesús le dijo a Simón que
también él era deudor y que estaba dispuesto a condonarle a él la deuda. ¿Se
dio cuenta? ¿Fue capaz de entender? Yo, escuchaba atenta.
“¿ves
esta mujer?”, dijo mirándome con gran dignidad. Pero Simón no me veía, solo
veía sus prejuicios, sus etiquetas. Le estaba dando la oportunidad de mirar y
de mirarme con ojos nuevos, pero no se enteraba.
Entonces
Jesús le expuso algunas de sus “deudas”: “cuando entre en tu casa no me diste
agua para los pies…Tú no me besaste…Tú no me ungiste la cabeza…”Le estaba diciendo: has fallado como anfitrión, no me
has dado la hospitalidad debida. “En cambio esta mujer me ha regado los pies…no
ha dejado de besarme…me ha ungido con perfume… ”. De pronto me di cuenta de que
no solo había perdonado mis “deudas” sino que me estaba poniendo como modelo de
acogida como autentica anfitriona de la casa.
El
gozo inundaba mi corazón, de pronto escuche las palabras más bellas;
dirigiéndose solamente a Simón y en él,
a todos los fariseos de todos los tiempos, dijo: “Por eso te digo, se le han
perdonado sus muchos pecados porque ha
amado mucho. A quien poco se le
perdona poco ama” (v.47).
Yo
sabía que Jesús había escuchado mi corazón a través de mi palabra muda, porque
no había pronunciado ni siquiera una, solo mi cuerpo hablaba y todo él era
testigo del gran amor y de la gratitud
inmensa que había en mi pecho. Al fin alguien había sido capaz de
traspasar mi cuerpo para llegar al núcleo de mi persona, a mi corazón. En ese
momento recupere mi dignidad y mi autoestima; alguien me había mirado desde
lo profundo de mi ser, me sentía valorada y aceptada por mí misma.
Cuando
miré a Simón estaba confuso y trastocado, enfadado y aturdido. No parecía tener
conciencia de que era deudor. ¿Podría darse cuenta de que también él tenía la oportunidad de
reconocer su fallo como anfitrión y acoger el perdón de Jesús? ¿Podría darse
cuenta de que estaba teniendo la ocasión de su vida para encontrarse con la
verdad de sí mismo y no con su rol de fariseo y desde ahí con Jesús? No sé qué
pasó por su corazón pues yo tenía tanta
alegría de haber sido perdonada y reconocida en mí ser de mujer amante de
verdad.
Jesús
acababa de romper unas de las estructuras
socio religiosa más importante de la sociedad Judía: la del juicio moral y la
exclusión social religiosas que suponía.
El Dios que predicaba Jesús y en el que Él creía y hacia creíble no excluye a
nadie, y menos a quien se sabe y se
reconoce pecador.
Estaba
yo absorta en estos pensamientos cuando me di cuenta de que Jesús se dirigió a
mí personalmente y me decía: “Tus pecados están perdonados” (v.48).Lo sabía,
estaba segura de ello, era tal la emoción
que me embargaba que no podía decir nada…Sólo lo miré largamente con una
mirada que lo decía todo.
Los
comensales se escandalizaron aún más que por sus palabras, por el poder que se arrogaba al perdonar los pecados. Pero
Jesús hizo caso omiso de sus comentarios
ya que sólo tenía ojos para mí, y de nuevo me dijo: “Tu fe te ha salvado; vete en paz”
(v.50).
¡Eso
ya era demasiado! Ahora era yo la desconcertada. ¡Me había salvado la fe! De
pronto recordé las veces en que le había
oído hablar de lo mismo. Nunca se
atribuía a sí mismo el mérito si no que
siempre lo devolvía a las personas sanadas, que con su fe, hacían salir de
Jesús lo mejor de sí mismo, la mejor revelación de su Dios.
Había
llegado ante Jesús como una mujer
anónima pero desprestigiada, sin dignidad, sin autoridad, sin influencia, no me
amparaba la ley; había llegado como una pecadora pública descarada y
contaminada, humillada ante la mirada de Simón y de todos los comensales,
irrumpiendo en un banquete de hombres. Sólo me acompañaba un corazón lleno de
amor y mi deseo de darlo y de recibir de
Jesús su amor y su perdón.
El
Maestro me miró en mi verdad y por eso pudo recibir mi amor y mi gratitud, mis
caricias y mi perfume, me miró a la cara, se dirigió a mí, me alabo
públicamente perdono mis pecado y me dijo que todo era por mi fe… Además su
paz. Jesús acababa de romper barreras y tabúes desmontando prejuicios,
relativizando las leyes, desenmascarando las injusticias que generan distancias y exclusión. Una vez
más había hecho de su persona lugar de diálogo y de cercanía entrañable.
¡Me
gustaría tanto que hoy pudieras esta historia mía como una Buena Noticia para
ti! El Dios que Jesús vino a
revelarnos no es el Dios de los méritos,
del miedo, del castigo, ni de ninguna exclusión
por razón de sexo, raza, clase, bondades o maldades, ortodoxias o heterodoxias. Jesús ha venido a romper los muros de la
exclusión y de la rigidez de las leyes,
a declarar puro o impuro lo que sale del corazón: egoísmo, sexismos,
prepotencias, violencias, explotaciones, excomuniones, etc.
No
te alejes cuando sientas que has perdido el camino, que no vives como querrías
vivir, que haces el mal que no quieres y no logras hacer el bien que deseas
porque lo importante es que te des cuenta de ello. Yo sabía que mi vida no era
coherente con lo que yo quería vivir, no lo negué, pero me di la oportunidad de
amar, de agradecer el perdón que gratuitamente se me ofrecía y empezar de
nuevo.
No
seas como simón el fariseo incapaz de mirarme a mí e incapaz de mirarse a él
mismo de verdad, en lo profundo de su ser, incapaz de mirar a Jesús y reconocer
en Él al Salvador al revelador de Dios.
No
nos salvan nuestros méritos sino la misericordia entrañable de nuestro Dios. No
vayas por la vida rechazando a los demás
por prejuicios y etiquetas. Aprende de
Jesús a mirar el corazón. Los otros te lo agradecerán como yo lo agradecí.
Yo
la mujer del perfume, que me dejé alcanzar en mi corazón por el Amor y por eso
pude amar mucho.
Hna.
Esthela Nineth Bonardy Cazón
Fraternidad
Eclesial Franciscana
muy buena la reflexión siempre que leo vitaminas Franciscana mi alma se alegra por saber un poco mas de Dios...Gracias Hna dios te bendiga siempre...como vos decís paz y bien
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