jueves, 9 de junio de 2016

La mujer que amó mucho



Reflexión domingo 12 de junio 2016
LA MUJER QUE AMÓ MUCHO
Lc 7,36 -8,3
Este relato lo narran los cuatro evangelistas, aunque con detalles muy diferentes. Es un relato clave en los evangelios, porque nos demuestra con un hecho concreto, la actitud de Jesús para con los pecadores; pero también la actitud de aquellos fariseos cumplidores, que no eran capaces de ver más allá de sus narices o mejor, más allá de lo que manda la Ley. Hoy no se necesita mayores exégesis, porque el mensaje está muy claro. La clave está en mirar  con cuidado los personajes que manifiestan sus actitudes a través del relato. La pecadora, Jesús, el fariseo y los comensales.
Para entender mejor, escuchémosle a ella.

Quiero empezar presentándome, pues seguro que no me reconoces con ese nombre y la verdad es que me gusta cómo me nombró Jesús “la mujer que amó mucho”, y no como me etiqueto el fariseo Simón “la pecadora”. También puedes llamarme “la mujer del perfume” aunque, como te explicaré, fuimos varias las mujeres que ungimos a Jesús con perfume y por eso nos han confundido.

Soy otras de las muchas mujeres anónimas. Como la historia no guarda memoria de mi nombre, me han confundido con María Magdalena, con María de Betania, hermana Marta y Lázaro (Jn12,1-8) y con otra María (Mc14,­3-9) que también ungió a Jesús pero no los pies, como yo, sino su cabeza.

Yo conocía a Jesús desde hacía algún tiempo, le había oído hablar muchas veces, sabia de su cordial cercanía y acogida a las mujeres y hombres pecadores, enfermos, niños y a todos los marginados de mi tiempo. Era consciente de que eso le estaba costando el desprecio de los fariseos hacia solo unos días que había oído decir con ironía, antes los emisarios que le envió a Juan el bautista para saber si ÉL era o no era el Mesías: “Ve e  informa a Juan de lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, a los pobres se les anuncia la buena noticia y dichoso el que no se escandaliza de mí” (Lc7, 23) pero sí se escandalizaban y lo criticaban. El profeta galileo lo sabía y un poco antes de que yo me atreviese a hacer el gesto loco que hice, acababa de decir: (llego Juan bautista, que no comía y no bebía, y dijeron: tiene un demonio dentro; y ha llegado el Hijo de hombre, que come y bebe, y dicen: ¡vaya es un comilón y un borracho, amigos de recaudadores y descreídos!) (Lc7, 34).

Todo esto bullía en mi corazón y me conmovía profundamente. Yo quería agradecerle lo que hacía por nosotras, las personas que estábamos marginadas porque a mí me llamaba “la pecadora”. Ya ves, un hombre público es una persona importante, significativa socialmente; una mujer “pública” es una prostituta, para que quede claro que el calificativo de público le compete a ellos, porque  cuando se nos adjudica a nosotras, es para des-calificarnos.
Simón el fariseo, había invitado a comer a Jesús; él podía porque tenía dinero, prestigio, fama. Él era “justo” correcto, “puro”; yo una mujer deshonrada, ritualmente impura, manchada y que mancho todo lo que toco. Sé que así estoy considerada y eso me retiene. Yo también quería invitar a Jesús, hablar con Él, agradecerle lo que hace por nosotras las mujeres “pecadoras” que nos prostituimos con hombre “puros” y “cumplidores”.
Era un banquete festivo, por supuesto solo para hombres de categoría
 Invitados por Simón que estaban ya sentados a la mesa. Yo quería entrar, a mí nadie me había invitado, pero yo deseaba ardientemente expresarle mi amor, agradecerle cómo era Él. Sabía en lo profundo de mi corazón que no me iba a rechazar pero temía que no me dejasen pasar.

Para los comensales, yo solo era una mujer con una etiqueta. Ellos son incapaces de mirar mi persona, están imposibilitados para leer mi corazón transformado por ese Hombre. Yo solo deseaba acercarme, pedirle perdón, expresarle mi amor para poder empezar una vida nueva.

Mi corazón deseaba ardientemente encontrarse con Jesús y vi la ocasión adecuada en el banquete que Simón organizaba en su casa, ya que yo no podía hacerlo en la mía.

De prisa con un frasco  lleno de perfume irrumpí en la sala del banquete. Sentí los rostros de los hombres que clavaban en mí su mirada, pero yo solo tenía ojos para Jesús y con el corazón latiéndome precipitadamente me arrojé a sus pies. Él estaba reclinado sobre la mesa y tenía los pies hacía atrás.

Me puse en el suelo. Él estaba arriba y yo abajo y desde ahí comencé a decirle con mi cuerpo, todo lo que llevaba en el corazón mi amor y mi gratitud a través de mis gestos.

Tomé sus pies entre mis manos yo la impura, la que no podía tocar porque contaminaba al Maestro, acababa de entender que transgredí la ley. Dentro de mi corazón sé que no estaba sucia ni que estaba manchando a Jesús pero también era consciente de lo que estaban pensando los comensales de mí y de Jesús. Él se dejaba hacer  y yo continuaba con mi lenguaje de amor, y besándole los pies con una profunda ternura, las lágrimas surcaban a raudales mis mejillas. No podía creer que pudiera estar ahí expresando mi profundo amor y arrepentimiento. Yo no quería vivir la vida que vivía, vacía de amor, vendiendo mi cuerpo desde que alguien me había hecho sentir valiosa por mí misma. Por eso le quería expresar mi agradecimiento.

Bañe sus pies con mis lágrimas, que limpiaban sus pies pero sobre todo que me limpiaban a mí, me purificaban, Él no decía nada, acogía mi gesto de amor y mi gratitud crecía por momentos, mientras que la mirada de todos iba taladrándome. Entonces me arriesgué a hacer otro gesto aún más insólito: me solté el cabello y le sequé los pies. Soltarse la melena delante de los hombres en mi cultura es un gesto provocador, de un enorme atrevimiento, un acto así era suficiente para que un esposo considere adúltera a su esposa y sólo con ello podía pedir  el acta de divorcio por transgredir la ley del recato y la pureza.

Jesús de nuevo se dejó hacer por lo que termine ungiendo sus pies con el  perfume  que llevaba en mis manos. Era toda mi riqueza, había gastado en el mucho dinero pero todo se lo merecía el Nazareno y yo disfrutaba de la experiencia. Con los pies de Jesús en mis manos, el perfume tenía otro olor, el de su piel que, al contacto con el perfume, lleno la sala y me olvide de todos los comensales.

Jesús me estaba hablando sin palabras como yo lo estaba  haciendo también desde mi silencio. Sabía y sentía que al fin  estaba haciendo lo que más había deseado mi corazón: acoger al Maestro en mi casa, en la casa de mi cuerpo.
Simón estaba furioso, no tanto por lo que yo hacía, cuanto por lo que estaba haciendo Jesús, que permitía, consentía mi acción y eso era para el fariseo la señal más clara de que Él no era un profeta. A mí ya me había descalificado y ahora lo descalificaba a Él: “si fuera un profeta sabría quién es la mujer que le está tocando y que clase de mujer  es: “una pecadora” (v.39).

Al fin Jesús rompió el silencio que se masticaba y se dirigió a Simón por su nombre. Él se puso a la escucha y Jesús empezó a narrar una parábola que aparentemente nada tenía que ver con lo que estaba pasando, hablaba de deuda y de un prestamista que las perdonaba: ¿Quién le amará más? Se había cambiado el registro y Jesús hablaba de amor no de cuantías perdonadas. Ése era siempre su lenguaje, ése era el centro de su vida: el amor. Eso era para Él lo nuclear de  la existencia y por eso preguntaba.

Comprendí entonces lo que estaba pasando y las lágrimas saltaron cada vez con más abundancia sobre mis mejillas y más le bañe los pies con ellas.

Jesús en medio del banquete rompió su silencio. Yo escuchaba ávida, sin saber que iba a decir consciente de cómo nos miraba Simón a mí y a Él. Sabía que algo iba a pasar y estaba expectante. Jesús comenzó a hablar, una vez más, en parábolas en este caso hablaba de dos personas que debían dinero a un prestamista, con cuantía muy diferente y ambos eran perdonados. Esto llevo a Jesús a preguntar a Simón: ¿Cuál de ellos le amará más? Simón acertó en su contestación: “supongo que aquel a quien le perdono más, Jesús  le dijo: has juzgado correctamente” (v.43) en ese momento dejó la parábola para aplicarla a la realidad.

Jesús se volvió a mí y me miró. En esa mirada cómplice nos comprendimos sin palabras. Acababa de equipararnos a los dos. Indirectamente Jesús le dijo a Simón que también él era deudor y que estaba dispuesto a condonarle a él la deuda. ¿Se dio cuenta? ¿Fue capaz de entender? Yo, escuchaba atenta.

“¿ves esta mujer?”, dijo mirándome con gran dignidad. Pero Simón no me veía, solo veía sus prejuicios, sus etiquetas. Le estaba dando la oportunidad de mirar y de mirarme con ojos nuevos, pero no se enteraba.

Entonces Jesús le expuso algunas de sus “deudas”: “cuando entre en tu casa no me diste agua para los pies…Tú no me besaste…Tú no me ungiste la cabeza…”Le estaba  diciendo: has fallado como anfitrión, no me has dado la hospitalidad debida. “En cambio esta mujer me ha regado los pies…no ha dejado de besarme…me ha ungido con perfume… ”. De pronto me di cuenta de que no solo había perdonado mis “deudas” sino que me estaba poniendo como modelo de acogida como autentica anfitriona de la casa.

El gozo inundaba mi corazón, de pronto escuche las palabras más bellas; dirigiéndose solamente  a Simón y en él, a todos los fariseos de todos los tiempos, dijo: “Por eso te digo, se le han perdonado sus muchos pecados porque ha amado mucho. A quien  poco se le perdona poco ama” (v.47).

Yo sabía que Jesús había escuchado mi corazón a través de mi palabra muda, porque no había pronunciado ni siquiera una, solo mi cuerpo hablaba y todo él era testigo del gran amor y de la gratitud  inmensa que había en mi pecho. Al fin alguien había sido capaz de traspasar mi cuerpo para llegar al núcleo de mi persona, a mi corazón. En ese momento recupere mi dignidad y mi autoestima; alguien me había mirado desde lo  profundo de mi ser, me sentía  valorada y aceptada por mí misma.

Cuando miré a Simón estaba confuso y trastocado, enfadado y aturdido. No parecía tener conciencia de que era deudor. ¿Podría darse cuenta  de que también él tenía la oportunidad de reconocer su fallo como anfitrión y acoger el perdón de Jesús? ¿Podría darse cuenta de que estaba teniendo la ocasión de su vida para encontrarse con la verdad de sí mismo y no con su rol de fariseo y desde ahí con Jesús? No sé qué pasó por su corazón   pues yo tenía tanta alegría de haber sido perdonada y reconocida en mí ser de mujer amante de verdad.

Jesús acababa de romper unas de las estructuras  socio religiosa más importante de la sociedad  Judía: la del juicio moral y la exclusión  social religiosas que suponía. El Dios que predicaba Jesús y en el que Él creía y hacia creíble no excluye a nadie, y menos a  quien se sabe y se reconoce pecador.

Estaba yo absorta en estos pensamientos cuando me di cuenta de que Jesús se dirigió a mí personalmente y me decía: “Tus pecados están perdonados” (v.48).Lo sabía, estaba segura de ello, era tal la emoción  que me embargaba que no podía decir nada…Sólo lo miré largamente con una mirada que lo decía todo.

Los comensales se escandalizaron aún más que por sus palabras, por el poder  que se arrogaba al perdonar los pecados. Pero Jesús  hizo caso omiso de sus comentarios ya que sólo tenía ojos para mí, y de nuevo me dijo: “Tu fe te ha salvado; vete en paz” (v.50).

¡Eso ya era demasiado! Ahora era yo la desconcertada. ¡Me había salvado la fe! De pronto recordé las veces en que le había  oído hablar de lo mismo.  Nunca se atribuía a sí mismo el mérito  si no que siempre lo devolvía a las personas sanadas, que con su fe, hacían salir de Jesús lo mejor de sí mismo, la mejor revelación de su Dios.

Había llegado ante Jesús  como una mujer anónima pero desprestigiada, sin dignidad, sin autoridad, sin influencia, no me amparaba la ley; había llegado como una pecadora pública descarada y contaminada, humillada ante la mirada de Simón y de todos los comensales, irrumpiendo en un banquete de hombres. Sólo me acompañaba un corazón lleno de amor  y mi deseo de darlo y de recibir de Jesús su amor y su perdón.

El Maestro me miró en mi verdad y por eso pudo recibir mi amor y mi gratitud, mis caricias y mi perfume, me miró a la cara, se dirigió a mí, me alabo públicamente perdono mis pecado y me dijo que todo era por mi fe… Además su paz. Jesús acababa de romper barreras y tabúes desmontando prejuicios, relativizando las leyes, desenmascarando las injusticias  que generan distancias y exclusión. Una vez más había hecho de su persona lugar de diálogo y de cercanía entrañable.

¡Me gustaría tanto que hoy pudieras esta historia mía como una Buena Noticia para ti! El Dios  que Jesús vino a revelarnos  no es el Dios de los méritos, del miedo, del castigo, ni de ninguna exclusión  por razón de sexo, raza, clase, bondades o maldades, ortodoxias  o heterodoxias.  Jesús ha venido a romper los muros de la exclusión y de la rigidez de las leyes,  a declarar puro o impuro lo que sale del corazón: egoísmo, sexismos, prepotencias, violencias, explotaciones, excomuniones, etc.

No te alejes cuando sientas que has perdido el camino, que no vives como querrías vivir, que haces el mal que no quieres y no logras hacer el bien que deseas porque lo importante es que te des cuenta de ello. Yo sabía que mi vida no era coherente con lo que yo quería vivir, no lo negué, pero me di la oportunidad de amar, de agradecer el perdón que gratuitamente se me ofrecía y empezar de nuevo.

No seas como simón el fariseo incapaz de mirarme a mí e incapaz de mirarse a él mismo de verdad, en lo profundo de su ser, incapaz de mirar a Jesús y reconocer en Él al Salvador al revelador de Dios.

No nos salvan nuestros méritos sino la misericordia entrañable de nuestro Dios. No vayas por la vida rechazando  a los demás por prejuicios y etiquetas. Aprende  de Jesús a mirar el corazón. Los otros te lo agradecerán como yo lo agradecí.
Yo la mujer del perfume, que me dejé alcanzar en mi corazón por el Amor y por eso pude amar mucho.

Paz y Bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana 


1 comentario:

  1. muy buena la reflexión siempre que leo vitaminas Franciscana mi alma se alegra por saber un poco mas de Dios...Gracias Hna dios te bendiga siempre...como vos decís paz y bien

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