Reflexión domingo 22 de octubre 2017
Pagamos
muchos impuestos
Mateo 22,15-21
En la sociedad pagamos impuestos y tasas. Muchos. Muchas veces.
Pero, abramos los ojos a la realidad, los más altos impuestos no son los que
pagamos al Estado para que construya mejores carreteras, atienda las escuelas y
la salud pública, financie nuestra seguridad, ayude a los más necesitados y
tantas otras cosas necesarias que sólo el Estado puede y debe hacer. Hay muchos
otros impuestos que no pagamos en dinero pero que son también muy importantes.
¿Cuántas veces por respetos humanos no nos atrevemos a decir lo que de verdad
pensamos? Y preferimos callarnos, guardar silencio. Ahí pagamos un impuesto muy
alto, vendemos nuestra propia autenticidad, nuestra libertad, nuestra dignidad.
Todo con tal de que los demás nos sigan aceptando, toda para adaptarnos a
ellos.
Pagar el impuesto al César no era
sólo darle la moneda. Era hacerse siervo del César, obediente a sus normas. Era
ser su esclavo. Por eso Jesús pregunta con ironía de quién es el rostro que
figura en la moneda. Si es del César es que hay que devolvérselo al César. Pero
al César hay que darle sólo el dinero no la vida ni el honor ni la libertad.
Todo eso pertenece a Dios y nada más que a Dios. La vida, el honor y la
libertad son los dones que Dios ha puesto en nuestras manos. Es nuestra
responsabilidad devolvérselos a Dios acrecentados, cuidados y llevados a su
plenitud. Ése es el impuesto que nos ha preparado Dios: que llevemos nuestra
vida y nuestra libertad a su plenitud.
Hoy el Evangelio nos plantea una cuestión básica: ¿a quién
servimos? ¿A quién pagamos los impuestos más valiosos? Y sigo sin referirme a
los que pagamos al Estado. Esos son necesarios. Esos los pagamos con dinero. Lo
malo son los impuestos que pagamos a lo qué dirán los demás de nosotros o al
egoísmo. Esos los pagamos con nuestra libertad, renunciando a ella. Al final
terminamos siendo esclavos de esos señores. Y renunciamos a los mejores bienes
que Dios nos ha dado: la libertad y la vida.
Jesús nos pide que no nos olvidemos de dar a Dios lo que es de
Dios. La vida que vivimos, la vida de nuestros hermanos, la libertad a que
estamos llamados, todos esos son los dones de Dios. Le pertenecen. Y al final,
cuando llegue el último momento, se los tendremos que devolver, acrecentados,
llevados a plenitud. Mi vida y la de mis hermanos y hermanas. Mi libertad y la
de mis hermanos y hermanas.
¿Me siento libre para actuar como creo
que debo actuar? ¿O me dejo llevar por lo que hacen los demás? ¿Cómo cuido de
la vida y libertad de mis hermanos y hermanas? ¿De mi familia? ¿Reconozco a
Dios como mi señor? ¿Soy esclavo de otros señores? ¿De cuáles?
Paz
y Bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazón
Fraternidad Eclesial Franciscana
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