sábado, 8 de abril de 2017

Entra a Jerusalèn para morir...

Reflexión domingo 9 de abril 2017
Entra a Jerusalén para morir…
Llegamos al final del camino que nos conduce a la Pascua. Durante estos 40 días hemos experimentado cómo el encuentro con Jesús nos transforma y nos abre a dimensiones insospechadas de amor, de servicio, de entrega, de compromiso por la justicia, de solidaridad, etc. Para ello, con la ayuda de Dios y de la comunidad que nos interpela y nos llama a la conversión, hemos abierto grandes espacios en nuestro corazón para que en él renazca y se fortalezca la llamada a ser hombres y mujeres capaces de vivir a la manera de Jesús y comprometidos con la construcción del Reino. La Cuaresma que hoy termina, como lo hemos expresado en otras ocasiones, tenía un objetivo claro: ayudarnos a volver a Jesús, a crear las condiciones de posibilidad para que, venciendo a la muerte, inauguremos con Jesús resucitado, el sí definitivo de Dios por la vida.
Este domingo escucharemos dos evangelios: el primero se lee afuera del templo en el lugar de inicio de la procesión de ramos, y el segundo es dentro del templo es el evangelio de la pasión.
Mateo 21,1-11

Cuando se acercaban a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó dos discípulos, diciéndoles: 
-«Id a la aldea de enfrente, encontraréis en seguida una borrica atada con su pollino, desátenlo y tráiganlo. Si alguien les dice algo, contéstenle que el Señor los necesita y los devolverá pronto.» 
Esto ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta:
digan«De a la hija de Sión: "Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila".» 
Fueron los discípulos e hicieron lo que les había mandado Jesús: trajeron la borrica y el pollino, echaron encima sus mantos, y Jesús se montó. La multitud extendió sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada. Y la gente que iba delante y detrás gritaba: 
-«¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!» 
Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada:
-«¿Quién es éste?»
La gente que venía con él decía:
-«Es Jesús, el Profeta de Nazaret de Galilea.»



La celebración del domingo de Ramos, con la que iniciamos la Semana Santa y el inicio del camino de la Pascua, me sugiere estas reflexiones:
La entrada triunfal de Jesús. El primer momento de la celebración nos recuerda la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. El pueblo, que ha alimentado de alguna forma la expectativa que Jesús es el Mesías anunciado por los profetas y el que vendrá a liberar a Israel del yugo opresor romano, lleno de emoción y entusiasmo, alfombra el camino con ramos de olivo y grita a voz en cuello “hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor”. Es un signo de reconocimiento y acogida que nace de la fe sencilla de los hombres y las mujeres que han puesto solo en Dios su confianza.

Mateo 26,14—27,66
Evangelio de la pasión
En aquel tiempo uno de los doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso: «¿Qué están dispuestos a darme si se los entrego?». Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.
El primer día de los ácimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: «¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?». Él contestó: «Vayan a casa de Fulano y díganle: ‘El Maestro dice: mi momento está cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos’». Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua.
Al atardecer se puso a la mesa con los doce. Mientras comían dijo: «Les aseguro que uno de ustedes me va a entregar». Ellos, consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro: «¿Soy yo acaso, Señor?». Él respondió: «El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar. El Hijo del Hombre se va como está escrito de Él; pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del Hombre!, más le valdría no haber nacido». Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: «¿Soy yo acaso, Maestro?». Él respondió: «Así es».
Durante la cena, Jesús cogió pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a los discípulos diciendo: «Tomen, coman: esto es mi cuerpo». Y cogiendo un cáliz pronunció la acción de gracias y se lo pasó diciendo: «Beban todos; porque ésta es mi sangre, sangre de la alianza derramada por todos para el perdón de los pecados. Y les digo que no beberé más del fruto de la vid hasta el día que beba con ustedes el vino nuevo en el reino de mi Padre».
Cantaron el salmo y salieron para el monte de los Olivos. Entonces Jesús les dijo: «Esta noche van a caer todos por mi causa, porque está escrito: ‘Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño’. Pero cuando resucite, iré antes que ustedes a Galilea». Pedro replicó: «Aunque todos caigan por tu causa, yo jamás caeré». Jesús le dijo: «Te aseguro que esta noche, antes que el gallo cante tres veces, me negarás». Pedro le replicó: «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré». Y lo mismo decían los demás discípulos.
Entonces Jesús fue con ellos a un huerto, llamado Getsemaní, y les dijo: «Siéntense aquí, mientras voy allá a orar». Y llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse y a angustiarse. Entonces dijo: «Me muero de tristeza: quédense aquí y velen conmigo». Y adelantándose un poco cayó rostro en tierra y oraba diciendo: Padre mío, si es posible que pase y se aleje de mí ese cáliz. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres. Y se acercó a los discípulos y los encontró dormidos. Dijo a Pedro: «¿No han podido velar una hora conmigo? Velen y oren para no caer en la tentación, pues el espíritu es decidido, pero la carne es débil». De nuevo se apartó por segunda vez y oraba diciendo: «Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad». Y viniendo otra vez, los encontró dormidos, porque estaban muertos de sueño. Dejándolos de nuevo, por tercera vez oraba repitiendo las mismas palabras. Luego se acercó a sus discípulos y les dijo: «Ya pueden dormir y descansar. Miren, está cerca la hora y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levántense, vamos! Ya está cerca el que me entrega».
Todavía estaba hablando, cuando apareció Judas, uno de los doce, acompañado de un tropel de gente, con espadas y palos, mandado por los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo. El traidor les había dado esta contraseña: «Al que yo bese, ése es: deténganlo». Después se acercó a Jesús y le dijo: «¡Salve, Maestro!». Y lo besó. Pero Jesús le contestó: «Amigo, ¿a qué vienes?». Entonces se acercaron a Jesús y le echaron mano para detenerlo. Uno de los que estaban con Él agarró la espada, la desenvainó y de un tajo le cortó la oreja al criado del sumo sacerdote. Jesús le dijo: «Envaina la espada: quien usa espada, a espada morirá. ¿Piensas tú que no puedo acudir a mi Padre? El me mandaría en seguida más de doce legiones de ángeles. Pero entonces no se cumpliría la Escritura, que dice que esto tiene que pasar». Entonces dijo Jesús a la gente: «¿Han salido a prenderme con espadas y palos como a un bandido? A diario me sentaba en el templo a enseñar y, sin embargo, no me detuvieron». Todo esto ocurrió para que se cumpliera lo que escribieron los profetas. En aquel momento todos los discípulos lo abandonaron y huyeron.
Los que detuvieron a Jesús lo llevaron a casa de Caifás, el sumo sacerdote, donde se habían reunido los letrados y los senadores. Pedro lo seguía de lejos hasta el palacio del sumo sacerdote y, entrando dentro, se sentó con los criados para ver en qué paraba aquello. Los sumos sacerdotes y el consejo en pleno buscaban un falso testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte y no lo encontraban, a pesar de los muchos falsos testigos que comparecían. Finalmente, comparecieron dos que declararon: «Éste ha dicho: ‘Puedo destruir el templo de Dios y reconstruirlo en tres días’».
El sumo sacerdote se puso en pie y le dijo: «¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que levantan contra ti?». Pero Jesús callaba. Y el sumo sacerdote le dijo: «Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios». Jesús le respondió: «Tú lo has dicho. Más aún, yo les digo: desde ahora verán que el Hijo del Hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene sobre las nubes del cielo». Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras diciendo: «Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acaban de oír la blasfemia. ¿Qué deciden?». Y ellos contestaron: «Es reo de muerte». Entonces le escupieron a la cara y lo abofetearon; otros; lo golpearon diciendo: «Haz de profeta, Mesías; dinos quién te ha pegado».
Pedro estaba sentado fuera en el patio y se le acercó una criada y le dijo: «También tú andabas con Jesús el Galileo». Él lo negó delante de todos diciendo: «No sé qué quieres decir». Y al salir al portal lo vio otra y dijo a los que estaban allí: «Éste andaba con Jesús el Nazareno». Otra vez negó él con juramento: «No conozco a ese hombre». Poco después se acercaron los que estaban allí y dijeron: «Seguro; tú también eres de ellos, se te nota en el acento». Entonces él se puso a echar maldiciones y a jurar diciendo: «No conozco a ese hombre». Y en seguida cantó un gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: «Antes de que cante el gallo me negarás tres veces». Y saliendo afuera, lloró amargamente.
Al hacerse de día, todos los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo se reunieron para preparar la condena a muerte de Jesús. Y atándolo lo llevaron y lo entregaron a Pilato, el gobernador.
Entonces el traidor sintió remordimiento y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y senadores diciendo: «He pecado, he entregado a la muerte a un inocente». Pero ellos dijeron: «¿A nosotros qué? ¡Allá tú!». Él, arrojando las monedas en el templo, se marchó; y fue y se ahorcó. Los sacerdotes, recogiendo las monedas dijeron: «No es lícito echarlas en el arca de las ofrendas porque son precio de sangre». Y, después de discutirlo, compraron con ellas el Campo del Alfarero para cementerio de forasteros. Por eso aquel campo se llama todavía “Campo de Sangre”. Así se cumplió lo escrito por Jeremías el profeta: «Y tomaron las treinta monedas de plata, el precio de uno que fue tasado, según la tasa de los hijos de Israel, y pagaron con ellas el Campo del Alfarero, como me lo había ordenado el Señor».
Jesús fue llevado ante el gobernador, y el gobernador le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Jesús respondió: «Tú lo dices». Y mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los senadores no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó: «¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti?». Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado.
Por la fiesta, el gobernador solía soltar un preso, el que la gente quisiera. Tenía entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, dijo Pilato: «¿A quién quieren que suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías? Pues sabía que se lo habían entregado por envidia. Y mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir: «No te metas con ese justo porque esta noche he sufrido mucho soñando con Él».
Pero los sumos sacerdotes y los senadores convencieron a la gente que pidieran el indulto de Barrabás y la muerte de Jesús. El gobernador preguntó: «¿A cuál de los dos quieren que les suelte?». Ellos dijeron: «A Barrabás». Pilato les preguntó: «¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?». Contestaron todos: «Que lo crucifiquen». Pilato insistió: «Pues, ¿qué mal ha hecho?». Pero ellos gritaban más fuerte: «¡Que lo crucifiquen!». Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos en presencia del pueblo, diciendo: «Soy inocente de esta sangre. ¡Allá ustedes!». Y el pueblo entero contestó: «¡Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de Él a toda la compañía: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y, trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y, doblando ante Él la rodilla, se burlaban de él diciendo: «¡Salve, rey de los judíos!». Luego lo escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar.
Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz. Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir “La Calavera”), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes, y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: «Éste es Jesús, el rey de los judíos». Crucificaron con Él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban, lo injuriaban y decían meneando la cabeza: «Tú que, destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz». «Los sumos sacerdotes con los letrados y los senadores se burlaban también diciendo: «A otros ha salvado y Él no se puede salvar. ¿No es el Rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?». Hasta los que estaban crucificados con él lo insultaban.
Desde el mediodía hasta la media tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde, Jesús gritó: «Elí, Elí, lamá sabaktaní». Es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Al oírlo algunos de los que estaban por allí dijeron: «A Elías llama éste». Uno de ellos fue corriendo; en seguida cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Los demás decían: «Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo». Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu.
Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron. Después que él resucitó salieron de las tumbas, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos. El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba dijeron aterrorizados: «Realmente éste era Hijo de Dios». Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderlo; entre ellas, María Magdalena y María, la madre de Santiago y José, y la madre de los Zebedeos.
Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús. Este acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran. José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia; lo puso en el sepulcro nuevo que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó. María Magdalena y la otra María se quedaron allí sentadas enfrente del sepulcro.
A la mañana siguiente, pasado el día de la Preparación, acudieron en grupo los sumos sacerdotes y los fariseos a Pilato y le dijeron: «Señor, nos hemos acordado que aquel impostor estando en vida anunció: ‘A los tres días resucitaré’. Por eso da orden de que vigilen el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan sus discípulos, se lleven el cuerpo y digan al pueblo: ‘Ha resucitado de entre los muertos’. La última impostura sería peor que la primera. Pilato contestó: «Ahí tienen la guardia: vayan ustedes y aseguren la vigilancia como saben». Ellos fueron, sellaron la piedra y con la guardia aseguraron la vigilancia del sepulcro.
Entra a Jerusalén para morir. El segundo momento de la celebración, centrada en la contemplación de la pasión, nos revela una gran paradoja. Pasada la euforia de los ramos y los cantos de hosanna, es el mismo pueblo sencillo, el que, a la hora de la pasión, acusado por los “líderes religiosos”, va a gritar enardecido: “¡crucifícalo!”. No entendemos el cambio de actitud, es más, 2000 años después, nos genera un cierto rechazo pues detrás de ese cambio vemos planeando las sombras de la traición.
Seguir al Jesús que congrega a cientos de personas para escucharle, que sana a los enfermos y resucita a los muertos no es difícil, de él queremos ser discípulos, con él queremos subirnos a la cresta de la ola para gozar de su fama y su prestigio. No obstante, seguir al Jesús que opta por un amor agachado, por un amor incondicional a los últimos y los desposeídos de la tierra, por un Jesús que sabe que el precio que hay que pagar por amar sin límite es la vida misma… no es fácil y nos cuesta.
A los contemporáneos de Jesús les costaba entender este nuevo modo de proceder de Dios: ¿un Dios sufriente? Eso es escándalo o necedad. Más tarde entenderán que detrás de la lógica del despojo, de la lógica de la entrega de la vida por la vida está el mensaje de un Dios amigo de los hombres, de un Dios que sigue apostando por la humanidad. El triunfo no está en llenar las primeras páginas de los periódicos o en el reconocimiento social. El triunfo, a la manera de Jesús, se obtiene cuando nuestra vida es entregada para amar, servir y comprometerse con los valores del Reino. Jesús entró triunfante a Jerusalén, sí, iba a triunfar porque lo iba a dar todo por amor.
La paradoja hoy. La paradoja de hace 2000 años se puede revivir hoy cuando alabamos y bendecimos a Dios en nuestros templos y en nuestras celebraciones pero pasamos de largo ante los nuevos crucificados de la historia. Cuando nos hacemos los ciegos o los sordos ante el clamor de las víctimas de la exclusión y de la injusticia, ante tantas personas que siguen siendo invisibles para este sistema que genera miles de empobrecidos cada día y, ante los preferidos de Dios seguimos, hoy como ayer, gritando al amanecer hosanna y al atardecer crucifícalo.
La muerte de Jesús, en medio de esa dolorosa paradoja de la traición, la aceptamos y la conmemoramos con agradecimiento. Esa era la forma como se debía materializar la entrega de Dios por la humanidad caída y sufriente. Sin embargo, y aquí va mi propuesta, los invito, en este Domingo de Ramos, a levantar nuestra voz por todos los nuevos crucificados de modo que nuestro clamor en favor de la justicia, la inclusión, la paz, el respeto, la reconciliación y la VIDA rompa la paradoja de ayer y la vida de los últimos no escuche más el “crucifícalo” sino el “hosanna” de la vida con dignidad que merecen. Que tanto al amanecer como al atardecer nuestro grito sea por el sí a la vida.

Pidamos para que el encuentro con Dios nos siga trasformado y que nuestro hosanna sea un sí incondicional por la vida, aunque este sí, como a tantos hombres y mujeres de ayer y hoy, nos cueste la vida.
Paz y bien
Hna. Esthela Nineth Bonardy Cazon

Fraternidad Eclesial Franciscana

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