Reflexión domingo 1 abril 2018
¡Aleluya!
Juan
20,1-9
La
celebración de la Semana Santa nos ha dejado a todos de alguna manera agotados.
El recuerdo de las últimas horas de la vida de Jesús nos ha hecho revivir en
nuestro interior la injusticia de un mundo que es capaz de matar al autor de la
vida, de rechazar al que trae la salvación. No ha sido sólo el recuerdo de unos
hechos que sucedieron en un país lejano y hace muchos años. Somos conscientes
de la actualidad de ese relato. Hoy sigue repitiéndose cada día la muerte del
inocente. En muchos lugares. Lejos de nosotros y también cerca. Por eso,
recordar la muerte de Jesús no nos deja indiferentes. Nos toca en lo más hondo
de nosotros mismos. Nos sentimos a la vez víctimas y verdugos. Participamos con
el pueblo de Jerusalén gritando: “¡Crucifícale!” pero también lloramos con las
mujeres porque sentíamos que con su muerte se nos iba la esperanza, lo mejor
que teníamos.
Pero la Semana Santa no termina en el Viernes Santo. Ni siquiera en el silencio
apesadumbrado y orante del Sábado Santo. La Vigilia Pascual y el Domingo de
Pascua nos traen una buena nueva que nos hace contemplar lo sucedido con otra
perspectiva. No es fácil de entender. Tampoco lo fue para los discípulos en
aquel momento. El Evangelio de hoy lo relata muy bien. Lo primero que experimentaron
los apóstoles fue una cierta confusión. Son las palabras de María Magdalena a
Pedro y al otro discípulo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos
dónde lo han puesto.” Algo ha sucedido. Algo tan extraño y sorprendente que no
saben ponerle nombre. Prefieren pensar, al principio, en la hipótesis más
sencilla: han robado el cuerpo de Jesús. Es necesario acercarse al lugar de los
hechos, guardar silencio, dejar que la sorpresa llegue al corazón. Es necesario
ver el vacío dejado por su cuerpo en el sepulcro. Sólo entonces la fe ilumina
la situación. “Vio y creyó.” Los discípulos no entendieron a la primera lo que
había sucedido. Necesitaron tiempo para darse cuenta de que Jesús había
resucitado, de que el Padre, el Abbá de quien tantas veces había hablado, en
quien había puesto toda su confianza, no le había defraudado.
Si los hombres habían matado a su
mensajero, Dios no se resignaba a perder la partida. Dios se manifestó entonces
como lo que es: el Señor de la Vida, el que es más fuerte que la muerte. Dios
resucitó a Jesús y así certificó que era ciertamente su hijo, que sus palabras
no eran vanas, que su buena nueva era de verdad una promesa de salvación para
la humanidad, que la muerte no es el final del camino. Hoy se nos invita a todos
a “ver y creer”, a contemplar el sepulcro vacío y el triunfo de Dios sobre la
muerte. Hoy se nos abre una gran esperanza: vale la pena luchar por un mundo
diferente porque Dios, el Dios de Jesús, está con nosotros.
Paz y bien
Hna.
Esthela Nineth Bonardy Cazon
Fraternidad
Eclesial Franciscana
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