Reflexión domingo 18 de marzo 2018
Si
el grano de trigo no muere...
Juan 12,20-33
Se acerca
la celebración de la Semana Santa. Haremos memoria del momento cumbre de la
vida de Jesús: su muerte. Es curioso que la muerte sea el momento cumbre de la
vida pero es así. Porque en ella se confirma el sentido de todo lo vivido.
Mirando a Jesús en el momento de su muerte comprendemos mucho mejor todo lo que
ha hecho a lo largo de su vida, entendemos su sentido. Lo que en el primer
momento se nos hacía confuso y oscuro se ve ahora desde una nueva perspectiva
que ilumina y clarifica. El modo de morir de Jesús confirma lo que fue su
estilo de vida: una vida entregada a hacer el bien y a predicar el reino de
Dios.
Pero es necesario ese último paso. Sin él su vida quedaría colgada en el vacío.
Es necesario para que nos demos cuenta de que su amor al Padre es total,
incondicional, sin reservas. Es necesario para que nos demos cuenta de que su
amor por nosotros es igualmente incondicional, sin reservas. Su entrega produjo
el fruto de la vida. Es decir, la nueva alianza entre Dios y los hombres de que
habla el profeta Jeremías en la primera lectura. En ella la ley de Dios está
inscrita en nuestros corazones. Basta con abrir el corazón para que Dios se nos
meta bien adentro y nunca más vuelva a salir. Ya nadie nos tendrá que enseñar
nada de Dios, porque todos los reconoceremos. Esa es la nueva Alianza que Jesús
selló con su muerte, con su entrega. Para que tuviéramos vida y vida verdadera.
Pero todo eso no sucede sin dolor. La
muerte de Jesús fue el paso necesario. El amor no se manifiesta sin entrega,
sin renuncia a la propia voluntad. De eso saben mucho los esposos. No hay
matrimonio que funcione bien sin una buena dosis de sacrificio, de renuncia, de
entrega. Del mismo modo la nueva alianza se firma en la entrega mutua. Pero
como es iniciativa de Dios, como es voluntad de Dios el firmar esta Alianza con
la humanidad, el regalarnos la vida, es Dios el que da el primer paso en esa
entrega. Para demostrarnos su buena voluntad, se hizo uno de nosotros, pasó por
las mismas alegrías y dificultades que nosotros y terminó muriendo como
nosotros. Pero con una diferencia: hizo de su muerte signo de su amor por
nosotros. Y su muerte se convirtió en signo de vida. Su muerte es el grano de
trigo que muere y, al morir, da mucho fruto. Su muerte es ya resurrección para
todos porque al ser elevado en la cruz, atrae a todos hacia él. La cruz, signo
de muerte, se transforma en signo de vida. El signo que muchos cristianos
llevamos colgado de nuestro cuello es signo del triunfo de la vida, de la
alianza de Dios con nosotros, de nuestra esperanza en el que al morir nos
regaló la vida.
Paz y bien
Hna.
Esthela Nineth Bonardy Cazon
Fraternidad
Eclesial Franciscana
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